Introducción
No obstante haber puesto de relieve el enorme alcance de la revolución husserliana y llevado a sus últimas consecuencias el método fenomenológico, la figura de Raymond Abellio(1) no ha hallado todavía suficiente reconocimiento en una época en la que, agotados casi en su totalidad los recursos del pensamiento moderno, resulta indispensable abrir nuevos caminos más allá del marasmo esteticista o postmoderno.
Para R.Abellio, Husserl aparece justamente en el momento en que las categorías lineales de la ciencia «cartesiana» entran en crisis. En efecto, en Husserl tiene lugar algo así como una inversión de Descartes: a la vez que mantiene, como él, el proyecto de una fundamentación radical de la ciencia, reintroduce el mundo en la conciencia. El Yo trascendental, a diferencia del ego banal, no es una especie de afirmación distraída del yo, sino la toma de conciencia de la conciencia misma, un poder vivido, cuya asunción exige una ascesis intelectual peculiar, algo que ciertos fenomenólogos ya hicieron constar en su momento y que desemboca en una vía en la que la intuición reemplaza y supera a la demostración. De ahí que, en un sujeto dado, la emergencia de dicho poder tenga poco que ver con el saber científico acumulado: para utilizar la terminología heideggeriana, pertenecería al orden de lo ontológico, no de lo óntico.
Consciente de ello, Abellio pretende desarrollar los postulados fenomenológicos, llevando a sus últimas consecuencias el desideratum husserliano, a saber, el de una plena, íntegra y universal toma de conciencia de sí mismo, monádica primero, intermonádica después. Ello requiere
la puesta en marcha de una fenomenología genética(a la que, por lo demás, alude Husserl en algunos pasajes, sin llegar a tematizarla debidamente), cuyo primer hito es el análisis de la percepción.
I.Aproximación a la fenomenología genética: el proceso de la percepción
1.Más allá de la relación: el desvelamiento de la proporción
En el intervalo entre el momento de la concepción y el del nacimiento, yo no soy aún ser-en-el-mundo, sino ser-antes-del-mundo, formo parte de lo que llamaríamos la «indiferenciación» premundana. ¿Cuál es el yo que habla aquí y qué tiene de común con el que era antes del mundo?. R.Abellio pone de relieve la ilusión de toda explicación genética, que jamás puede ser radical, pues se apoya siempre sobre el saber actual de aquello que la génesis debería explicar. El yo que habla dirige su mirada objetivante sobre el embrión que fue y, por consiguiente, sólo podemos aceptar su visión con reservas. Una visión imperfecta y doblemente ingenua: objetivamente, porque contempla «mi» embrión desde fuera; subjetivamente, porque adopta una perspectiva localizada y, en cualquier caso, limitada de este embrión. Todo discurso radical sobre mi génesis, es decir, sobre la plena constitución en mí del tiempo y de la historia no puede ser sino una tentativa de superación de la visión ingenua. Y la necesidad insoslayable que tenemos de establecer por doquier estructuras invariantes no hace sino expresar mi confianza en la posibilidad de semejante superación.
El aparecer en el mundo, el nacimiento, constituye la segunda etapa de esta génesis. Se crea entonces la primera distancia, el primer ser-con, aunque yo no sea todavía consciente de él: una trascendencia se ha abierto a los ojos de todos, una trascendencia que «me» constituye en ser autónomo sin yo saberlo.
Será a lo largo de la infancia cuando el poder distanciador de mis sentidos alejará paulatinamente al mundo de mí o, para decirlo con más exactitud, intensificará esta trascendencia.Y llamaremos «bautismo» al instante en que me hago cargo, por así decirlo, de mis sentidos y percibo conscientemente una relación entre el mundo y yo. En ese mismo momento, yo llego a ser sujeto y él aparece como mundo de objetos.
Queda todavía otra etapa, que denominaremos «comunión» y que es una intensificación del «bautismo». Accedemos a ella cuando alcanzamos la conciencia de ser sujetos en un mundo de sujetos(2).
Abellio se adelanta aquí a una posible objeción:¿no estaremos simplificando demasiado las cosas al sustituir el «bautismo» y la «comunión» efectivamente vividos por una descripción fenomenológica de los mismos? La objeción sería válida si hablásemos del «bautismo en sí» y de la «comunión en sí» aisladamente. Pero lo que nos importa captar aquí es la relación entre ambos, el movimiento vital de flujo y reflujo que va de uno a otro.
Para nuestro autor, el «bautismo» es el umbral previamente al cual vivimos en estado de dualidad prerreflexiva con el mundo. Ahora bien, toda dualidad, de cualquier índole que sea, es siempre un estadio dialéctico inestable o, mejor, pseudo-estable, que implica una génesis y reclama una superación: entre dos polos jamás puede existir un equilibrio propiamente dicho. Una relación no es más que la emergencia visible de una «proporción», es decir, de un ciclo de relaciones que comporta la multiplicación, intensificación y trasmutación de los polos en presencia.
Todo el problema está en comprender bien el sentido de este doble tránsito: del término a la relación como «emparejamiento de términos», y de la relación a la proporción como «acoplamiento de relaciones». Llegamos así al primer «teorema» de la fenomenología genética: «La percepción de relaciones pertenece al modo de visión de la conciencia «empírica», mientras que la percepción de proporciones forma parte del modo de visión de la conciencia «trascendental»»(3).
Ahora bien, la demostración de este teorema exige la previa definición o, al menos, la ilustración de una serie de nociones, como aparecerá con claridad en el análisis de la percepción.
En la visión natural o empírica, yo me veo en estado de dualidad simple: el objeto está frente a mí, yo lo percibo.Pero si procedemos a «percibir esta percepción», como diría Husserl, veríamos cómo el objeto percibido se eleva sobre un fondo que no cae bajo una percepción efectiva, pero que, sin embargo, hace posible toda percepción. Y lo mismo ocurre del lado del percipiente: en la medida en que mis ojos, por ejemplo, perciben el objeto, se levantan sobre otro «fondo», el de la totalidad de mi cuerpo, que permanece pasiva y, no obstante, posibilita la visión.
El objeto considerado y mis ojos no son, pues, sino emergencias locales de una realidad global en la que se arraigan.Nos encontramos, por tanto, con la proporción:
objeto:mundo::sentido:cuerpo
Pero ésta es una visión sincrónica. ¿Cómo introducir aquí la diacronía? Para Abellio, la cuestión de si lo primordial es el mundo o el cuerpo carece de sentido dentro del «sistema» de la interdependencia universal. Así, por ejemplo, podemos ver las cosas como si, en un primer momento, el mundo, por esencia activo(+), activase para mí un objeto hasta entonces pasivo(-); en un segundo momento, el objeto activado(+) se impone a uno de los órganos de los sentidos, que entonces aparecerá como pasivo(-); el tercer momento asiste a la activación de este órgano(+), que actúa sobre la totalidad del cuerpo, hasta ahora pasivo(-), y lo «impresiona»; finalmente, en el cuarto momento, el cuerpo a su vez activado(+) se vuelve hacia el mundo, que ahora es pasivo(-), cerrando así el ciclo. O bien, podemos considerar que el punto de origen está en la globalidad de mi cuerpo, que se muestra activo(+) y se vuelve hacia el mundo, por el momento pasivo(-), iniciando así su particular ciclo perceptivo.Lo importante es percatarse del carácter circular de la proporción en su despliegue diacrónico.
A través de su poder diferenciador, mis sentidos reducen o diferencian los objetos a partir de la globalidad del mundo, en tanto que mi cuerpo, por su poder integrador, posee la facultad de reintegrar en él los objetos separados, abriéndose así a un nuevo modo del mundo. Por tanto, si, desde una perspectiva, el mundo se encarna en nosotros, desde otra somos nosotros quienes espiritualizamos o transfiguramos el mundo.
El proceso puede representarse gráficamente mediante una esfera, cuyo ecuador asiste al afrontamiento yo-mundo, figurado por dos diámetros que se cortan, determinando cuatro polos(los de la proporción), que, en sus relaciones, engendran dos sentidos de giro inversos(del mundo al yo y viceversa); y cuyos hemisferios representan el doble movimiento(«encarnación» y «espiritualización») derivado del encuentro yo-mundo. Es el modelo universal de la «estructura absoluta», susceptible, según Abellio, de ser aplicado a otros niveles: el de las intuiciones eidéticas, el de la emergencia del Yo trascendental, etc.
En cuanto a los cuatro «umbrales» que aparecen en el proceso de la percepción, Abellio los denomina de la siguiente manera: el tránsito del mundo activo al objeto aún pasivo es la «concepción» de mi percepción, de la que, en rigor, yo estoy «ausente»; el paso del objeto activo a mis ojos aún pasivos es el «nacimiento» de mi percepción: yo todavía estoy «ausente», pero, a través de la apertura de mis ojos, yo vengo al mundo a los ojos del mundo; al movimiento que va de mis ojos activos a mi cuerpo pasivo, que empieza a despertar para reconocer el objeto percibido y transformarlo en «instrumento» que acrecienta su poder, lo denominamos «bautismo» y, a través de él, yo hago finalmente «acto de presencia»; por último, el tránsito de mi cuerpo activo al mundo pasivo comporta la utilización del «instrumento» con vistas a una nueva relación con el mundo(lo que equivale a una universalización del mismo): es lo que llamamos «comunión» de mi percepción(4).
Si consideramos los cuatro «umbrales»(opuestos dos a dos y que se sitúan en el ecuador de la esfera que nos sirve de representación gráfica) y las dos direcciones polares(la ascendente y la descendente), tendremos seis direcciones anisótropas, que, junto con el centro, en donde todo confluye, determinan el «senario-septenario» de la «estructura absoluta», un modelo capaz de superar, en opinión de nuestro autor, toda visión lineal o puramente empírica. En efecto, sólo la visión de la proporción subyacente a toda relación hace posible la perspectiva «esférica», la única totalizadora. De lo cual se sigue que la llamada ciencia objetiva, que sólo estudia relaciones entre objetos, permanece, en este sentido, «prebautismal» e instrumentalizadora, pues no rebasa la alienación inherente a la noción de «relación».
Lejos de destruir la relación, la proporción la integra. Si representamos la primera por la superposición de dos signos literales o numéricos, por ejemplo, a/b, observamos que la relación no es simplemente dual, sino trina: la línea que une o separa a ambos signos no es otra cosa que el símbolo del intelecto que los contempla, en su doble función disociadora y reintegradora. La separación, reducción o disociación crea distancia en el mundo, o, dicho en términos lógicos, amplitud o «extensión», de índole cuantitativa. En cuanto a la segunda función, integradora, retoma esta amplitud y la trasciende o la suprime, introduciendo así la cualidad en el mundo. Si digo, por ejemplo, A es mayor que B, establezco una relación entre ambos términos, pero la aproximación instaurada entre ellos agrega a la totalidad que forman un valor cualitativo que ninguno de ellos poseía antes. La relación citada oculta así la proporción «A es a B como la grandeza es a la pequeñez».¿No pertenecerá esta segunda relación,»La grandeza es a la pequeñez». Lo esencial aquí es reconocer que el descubrimiento de la proporción oculta o implícita en toda relación viene a intensificar esta misma relación. Por eso, si la amplitud, ligada a la separación, a la reducción, era de esencia cuantitativa, la intensidad, vinculada a la integración, a la reunificación, es de índole cualitativa.La primera tiende a abrir el espacio, la segunda es indisociable de la abolición del tiempo(5).
2.Más allá de la intencionalidad husserliana: la experiencia de la intensidad
Para nuestro autor, los conceptos de amplitud e intensidad no pueden concebirse separadamente. Así, en el ámbito de la fisiología, como también en el de la psicología, la antigua hipótesis asociacionista se inscribe en una concepción ingenua que otorga a la amplitud(artificialmente abstraída de la intensidad) un papel exclusivo. Al igual que, en psicología, la asociación de ideas presupone el juicio en lugar de constituirlo, en la fisiología de los reflejos y de las primeras adaptaciones adquiridas, el «transfert asociativo» no es más que un momento artificialmente abstraído y separado del acto de acomodación-asimilación, que procede por reducción de un esquema anterior e integración de elementos nuevos en este esquema, dos «fases» que en modo alguno cabe separar en el tiempo y entre las cuales se da una interacción recíproca. Pues, de la misma manera que no hay inducción pura, tampoco se da la acomodación pura, siempre viene dirigida por un juego de esquemas. Una vez «creado el espacio» mediante la acomodación diferenciadora, se hace necesario «llenar el tiempo» por medio de la intensificación correlativa de la asimilación(6).
Ahora bien, en la esfera que nos ocupa, ¿tiene la asimilación un límite absoluto? ¿Existe una intensidad pura, una intensidad infinita a través de la cual el mundo deviene absolutamente transparente para el sujeto? En otros términos, la fenomenología genética(un proyecto husserliano que Abellio considera irrenunciable), tras haber seguido la ascensión de la conciencia, ¿desemboca en una fenomenología estática a la que pertenezca con propiedad la conciencia «absoluta»?
En fenomenología genética, las nociones de «intensidad» e «intensificación» son homólogas de las «intención» e «intencionalidad» que Husserl utiliza en su fenomenología y que toma de Brentano. Es sabido que la intencionalidad de la conciencia, es decir, su peculiaridad de ser siempre «conciencia de algo», constituye para Husserl una propiedad fundamental. Pero hay que ir más lejos. En efecto, decir que toda conciencia es conciencia de algo sin especificar este algo es hablar de la conciencia en general, pero no de la conciencia universal(si existe), pues ésta debe privilegiar sus objetos y, menos todavía, de la conciencia «absoluta», que desembocaría en la transparencia acabada de la Totalidad.La intencionalidad es una propiedad abstracta y, por consiguiente, no sirve para determinar la «cualidad» de una conciencia particular.
Por el contrario, el poder de intensificación es un poder concreto, en el sentido de que un cierto ser puede hablar de la intensidad de tal estado de su conciencia en un momento dado. Es la in-tensión de la conciencia, su tensión interna, lo que la abre a lo otro que ella, pero es su in-tensidad lo que la colma. No es lo mismo querer que poder, no basta con tener una intención para que ésta sea colmada o satisfecha.De ahí la relevancia de la noción de intensidad.
La intencionalidad husserliana sólo puede fundar, por tanto, una fenomenología en donde la conciencia es considerada como una forma independiente de sus contenidos, algo así como la conciencia del «hombre en general». Pero el «hombre en sí», que nos plantea esta reducción «universitaria», ¿existe acaso en algún lugar? Semejante fenomenología ¿no adolece de presentarse ante todo como objeto de «enseñanza» más que de «evocación»? ¿No se ve forzada a someterse a un lenguaje lineal, «demostrativo», válido indistintamente para todos los hombres, rechazando quizá ciertos «contenidos» cuya asimilación exige unas capacidades singulares?
Así, pues, en la medida en que se ocupa de describir el «Yo» individual más genérico y no el «Nosotros» universal; en la medida en que se refiere al hombre en abstracto y le atribuye, además de la conciencia «natural», una conciencia «trascendental», la fenomenología husserliana desemboca en un callejón sin salida.
Según Abellio, vivimos en el intervalo entre la fenomenología estática del principio(puramente formal) y la del fin, el límite hacia el que la primera necesariamente tiende. Y entre ambas, la instancia mediadora es justamente la fenomenología genética, que no puede sino culminar en la plena «constitución» del tiempo y el acceso a la visión sincrónica radical.
¿Cómo entender entonces el proceso de la intensificación? Nuestro autor insiste en que la revolución husserliana implica ante todo la superación de cualquier tipo de «conciencia posicional del mundo y no posicional de sí»(por emplear la terminología sartriana) mediante la conciencia de conciencia, la conciencia «trascendental». Cuando tomo por objeto de mi conciencia no ya este jardín que veo(sin tener conciencia de ver), sino el acto mismo de percibir, ¿no ocurre nada en mi conciencia? La percepción de la percepción altera radicalmente el estado primitivo. Aquí está todo el problema de la autopresencia de la conciencia:la distancia «reflexiva» de la conciencia a su objeto queda abolida y una espontaneidad segunda reemplaza a la primera, de modo que la cosa se «transfigura», por así decirlo, en «sobre-cosa».
Lo que aquí está en juego es una intensidad de conciencia capaz de hacer patente la transfiguración en el curso de una experiencia directa y personal del fenomenólogo, una experiencia que le abre a un nuevo mundo del que la «naturaleza» nos tiene desterrados. Aquí es donde se percibe con claridad la distancia entre Descartes y Husserl. Si, para el primero, el lugar de la apodicticidad radical es el yo atento que se aprehende a sí mismo como sum, la índole de la épojé husserliana es de otro orden: más allá de toda conciencia «residual» independiente del mundo, nos compromete profundamente con él y nos conduce a una modificación del yo y a una «transfiguración» del mundo, por más que Husserl no llegue a utilizar la palabra. De este modo, si la atención realiza la coincidencia de la conciencia consigo misma, la intención opera la coincidencia de la conciencia consigo misma y con el mundo. Y el yo deviene así una experiencia vivida que hace de la fenomenología no sólo una teoría o una simple forma gramatical, sino una praxis. Una experiencia que, por consiguiente, no está al alcance de cualquiera en cualquier momento.
Para nuestro autor, la visión empírica o «natural» se mueve en el ámbito de la entropía, es decir, del proceso de uniformización o nivelación de los estados, que opera cuantitativamente o en amplitud. La visión trascendental, en cambio, es personal y específica, y pertenece a la esfera de la gnosis, a saber, al proceso de diferenciación y personalización de los estados, que actúa cualitativamente y se manifiesta como intensidad. Sólo este último modo de visión es real; por el contrario, la amplitud no es más que una proyección imaginaria y convencional de la intensidad, su reducción utilitaria, su banalización.
Toda crisis del hombre comporta una saturación de la exterioridad situada frente a él en modo de amplitud y su trasmutación en una interioridad nueva fundada en modo de intensidad. Y es a partir del «bautismo» cuando la multiplicación de las relaciones se hace a plena luz y asistimos conscientemente, por primera vez, a los intercambios dialécticos de la amplitud y la intensidad.
No obstante, es en el estadio denominado «comunión» cuando el Yo no se limita a verse a sí mismo como sujeto y al mundo como objeto, sino que comienza a percibir el mundo como sujeto.Por eso la «comunión» marca en el orden de las estructuras ontológicas la transfiguración última. Entre el «bautismo» y la «comunión» hay la misma distancia que entre la «presentificación» y la «presencia».
De ahí que la «comunión» sea indisociable de la percepción de una proporción. No en vano, en el simbolismo matemático, la proporción se representa mediante el signo = colocado entre dos relaciones: a/b = c/d. Un simbolismo de asombrosa riqueza, pues los dos trazos horizontales superpuestos del signo = no son sino los dos trazos que figuran en las dos relaciones. Ahora bien, en virtud de tal superposición, la lectura sucesiva de las relaciones viene reemplazada por una lectura simultánea, que indica, en primer lugar, la permanencia del existente en medio de ambas relaciones. Y, en segundo término, por el hecho de superponer un trazo a otro, la permanencia viene completada por una intensificación que, en apariencia, la contradice y que está ligada a la integración de la primera relación en la segunda.
Así, la proporción aparece(7) como un mundo completo cuya constitución es senaria, pues, además de los cuatro términos(dos de la relación inicial y dos de la final), comporta un signo dual que representa al observador y que conecta las relaciones en ambos sentidos. Por consiguiente, el trazo dual que separa las relaciones simboliza el simple hecho de que el observador mismo es doble y pasa, en toda proporción, de un estado «natural», que es el del yo ordinario, al estado «trascendental».
3.Un invariante:la inversión intensificadora de inversión
Si examinamos las sucesivas etapas de la génesis del yo(8), observaremos que, por la concepción, el germen es puesto dentro de la madre, en tanto que, por el nacimiento, el nuevo ser sale al exterior y, al mismo tiempo, se sitúa dentro del mundo. Así, pues, se constata una oscilación, una inversión entre lo interno y lo externo: los términos de la pareja germen/madre se comportan entre sí como lo interno y lo externo, mientras que la pareja bebé/madre supone una exteriorización o independización del primero respecto de la segunda. Por otra parte, de un estadio a otro se aprecia una intensificación de los términos: la relación embrión/madre se ha transformado en esta otra:recién nacido/mundo. Se puede decir, por tanto, que la dialéctica de la pareja concepción/nacimiento es doble. Retrospectivamente aparece como inversión de sentido; prospectivamente, como confirmación e intensificación de sentido. Ahora bien, tal intensificación coloca a la nueva relación(recién nacido/mundo) en perfecta homología con la antigua(germen/madre),invirtiendo así la inversión. Lo cual viene a cerrar la estructura sobre sí misma, de manera que el nacimiento aparecerá como la inversión intensificadora de inversión respecto de la concepción.
Las dos etapas siguientes, el bautismo y la comunión confirman este modo de ver las cosas. El primero es inversión intensificadora de inversión respecto del nacimiento. En efecto, si lo contemplamos retrospectivamente, es inversión simple: mientras que por el nacimiento el recién nacido era puesto en o dentro del mundo, por el bautismo viene separado del mundo y colocado frente a él. Pero, al mismo tiempo, el bautismo nos sumerge en un modo más intenso de este mismo mundo, el mundo de los sujetos, aunque todavía no seamos conscientes de él. Y así «toda percepción, todo acto, todo momento son a la vez salida conciencial de un modo antiguo del mundo e inmersión matricial en un modo nuevo de este mismo mundo»(9).
Por consiguiente, podemos decir que la conciencia de conciencia nace de la estupefacción ante el mundo y la disipa.Re-crea el mundo y nos otorga la orientación justa. Por eso la conciencia no es simplemente separativa, a la manera del «para-sí» sartriano; no sólo instaura la distancia frente al objeto, sino que, en su calidad de conciencia de conciencia, comporta la abolición de esa distancia y, por tanto, la comunión con el objeto.
II.En diálogo con Abellio
Sin entrar en una discusión detallada de las tesis de R.Abellio sobre la percepción y, en general, sobre la fenomenología genética, sí destacaremos algunos puntos básicos.
Uno de ellos es, sin duda, la diferencia entre las actitudes cartesiana y husserliana frente al tema de la conciencia. Nuestro autor hace notar cómo la novedad introducida por Husserl radica en lo siguiente: la toma de conciencia de sí es indisociable del acto de re-tomar el mundo. Un punto en el que convendría insistir si es que nos proponemos entender y superar el dualismo que está en la base de buena parte del pensamiento moderno. Y es que el afán de autocercioramiento que caracteriza a la modernidad proviene de una hipertrofia del yo casi nunca reconocida y siempre subrepticia.
Es verdad que muchos planteamientos decimonónicos ponen de relieve la crisis de la razón cartesiana y moderna, señalando los límites de la subjetividad. Pero, a nuestro entender, casi siempre apuntan al reconocimiento de la realidad «objetiva» como una terra incognita definida por oposición a aquella subjetividad que se funda o se autocerciora al margen del mundo. Con lo cual las tentativas de fundamentación de la objetividad fácilmente desembocan en un panegírico de la «irracionalidad » o de la «vida», o bien en una reivindicación de los fueros de la razón empírica, que tendría ante sí una esfera «científica» perfectamente legitimada al margen de toda consideración filosófica. En este sentido, las críticas de Husserl al psicologismo, recogidas por Abellio, posibilitan la constitución de una razón integral, a la vez que nos presentan bajo una nueva luz los supuestos más originarios de la percepción.
Por lo demás, resulta imposible ignorar el desplazamiento «existencial» del pensar que arranca en el XIX y que ha ido confirmándose a lo largo del presente siglo. En tal sentido, el reconocimiento de la irreductibilidad del mundo al sujeto puramente cartesiano es insoslayable y plantea graves cuestiones a un pensar que, como el fenomenológico, se muestra, por definición, abierto a «las cosas mismas». Aquí, como en otros puntos, no podemos sino asentir a las observaciones de Husserl y Abellio a propósito de la inercia en que nos tiene sumidos la razón «natural». Por ejemplo, la noción de «escándalo» aducida por Abellio en orden a explicar el proceso de la percepción y el surgimiento de la intuición(una «reconstitución» del viejo tema del «asombro» como raíz del filosofar) parece especialmente pertinente.
Otra dirección en la que el diálogo resultaría interesante es la que plantea el binomio ciencia-conocimiento, en donde hay que destacar el carácter integrador de la visión abelliana: la dimensión «instrumental», «científica» del hemisferio inferior de la «estructura absoluta» es indisociable de la emergencia de la conciencia «trascendental», es decir, la visión «empírica» es algo así como el «reverso» de la visión «trascendental» y, por consiguiente, carece de sentido concebirla aisladamente.
Otras cuestiones se plantean ya en el ámbito intra-fenomenológico y surgen a propósito de las críticas de Abellio a Husserl. ¿Se puede hablar, como hace nuestro autor, de un cierto «formalismo» husserliano? El término resulta un tanto exagerado, aunque algunos análisis de Husserl adolezcan de una cierta generalidad. Es lo que, a primera vista, ocurre con el concepto de intencionalidad, una propiedad abstracta que, según Abellio, habría que precisar, refiriéndola a una intensidad de conciencia particular. Pero si examinamos las cosas con más atención, observaremos que, en cada análisis fenomenológico, la intencionalidad husserliana aparece en conexión con un determinado contexto, por más que Husserl, condicionado quizá por la enorme amplitud del campo que se propone explorar, no llegue a establecer una estructura universal que dé razón de la intencionalidad.
Todo ello no invalida completamente las críticas de Abellio, pero introduce algunas matizaciones. En la medida en que Husserl pone en marcha un procedimiento que «cualquiera»(o sea, todo aquél que haya rebasado los planteamientos psicologistas) puede utilizar, el nuevo método queda liberado de adherencias doctrinarias. Y si ello le otorga una cierta indeterminación, ésta se asemeja más a la de un «arte» que a la un «lenguaje demostrativo accesible a todos».
No obstante, las críticas de Abellio al «estatismo» husserliano resultan enriquecedoras, pues se mueven en un ámbito decisivo: allí donde el «arte» se transforma en «ciencia», entendiendo el término en el sentido muy amplio, más próximo al de «evocación» que al de «enseñanza niveladora».
Por eso Abellio se centra en el análisis del proceso de «intensificación», de la tensión entre el estatismo fenomenológico «inicial» y el «final», y llega a concebir la percepción de una manera peculiar, que se concreta en el esquema esférico de la «estructura absoluta». En él, la noción de «intensidad» adquiere un papel clave, indispensable para comprender el acto de intuir.
Se trata, en definitiva, de extraer todas las consecuencias de la conciencia de conciencia, un punto en el que conviene insistir, pues, dejando a un lado la enumeración de los «umbrales» o «estadios» de la conciencia señalados por nuestro autor, lo decisivo radica en el doble movimiento de ésta, a saber, su «distanciamiento» del mundo y su «comunión» con él. La conciencia trascendental nada tiene que ver con el «regressus in infinitum» que Sartre critica a propósito del método fenomenológico. En efecto, la sucesión de los «umbrales» no implica únicamente una proliferación indefinida de los mismos, a saber, un proceso de diferenciación sin fin, (semejante visión sería puramente cuantitativa),sino también
una integración de la serie a través de un «paso al límite», de su intensificación última. Por eso, aceptada la tesis abelliana de la proporción como «quantum» mínimo de comprensión trascendental o estructura básica, el problema que se plantea no es otro que el correcto encadenamiento de proporciones cada vez más amplias e integradoras que, sin dejar al margen la dimensión «instrumental» del saber, le restituyan al propio tiempo su alcance trascendental.
NOTAS
1)Como introducción a la figura y la obra de R.Abellio, cf. Cahier de l’Herne «Raymond Abellio», París,1979, con abundante bibliografía; de Brosses,M.T.,Entretiens avec Raymond Abellio, París,1966, éd.Pierre Belfond.
2)La structure absolue,37-38; cf. también su obra La fin de l’ésotérisme,París,1973,Flammarion,81-87.
3)La structure absolue, 43(La traducción es nuestra);cf. asimismo «Le postulat de l’interdépendance universelle», Cahier de l’Herne,23-28.Sobre esta temática, cf. también Lombard,J.P.»Considérations théoriques sur la phénoménologie d’Abellio»,Ibidem,111-117; Hirsch,Ch.,»Préambule à la logique de la double contradiction»,ibid.,271-275.
4)La structure absolue,43-48.
5)Op.cit.,51-52.
6) Ibid., 53-57.
7) Ibid., 67-72.
8) Ibid., 74.
9) Ibid., 75.
* Publicado en «Axis mundi», 1995, 5, 17-28.
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