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DEL BLOGGER (VIII): UN CAMINO HACIA LAS CERTIDUMBRES DEL «HOMBRE INTERIOR»

 

Tiempo hacía que, en la «coraza sin fisuras» de mi autoconciencia «gnóstica» se insinuaban grietas, y que las cuadernas de mi «autarquía» crujían bajo los embates de un huracán no previsto por los indicadores de a bordo. Tiempo hacía que quienes me inclinaban a construir la Babel antigua habían sido confundidos. Pero la inercia del «hombre exterior» es muy grande y, quizá por eso, la transformación de mi particular experiencia en destino tardó todavía en objetivarse.

 

Fue en el verano de 1983, aproximadamente en el momento en que se producía la tercera conjunción exacta de Júpiter y Urano en el signo de Sagitario, cuando me vino a la mente el imperativo de invitar a algunas personas con las que me unían notables afinidades espirituales e intelectuales y en las que sospechaba o anticipaba experiencias similares a las mías, a recorrer juntos el camino que va desde los optimismos injustificados y los cálculos quiméricos de una cierta gnosis, a las certidumbres, las esperanzas y las realizaciones del «hombre interior».

 

Algunas de estas personas invitaron a su vez a otras, cosa que, en principio, yo no había previsto, y así comenzó nuestra andadura. Dada la índole de nuestras reuniones, que se plantearon desde el principio como abiertas a todos, pasaron por ellas gentes de todo tipo: aficionados a la parapsicología, testigos de Jehová, protestantes, teósofos blavatskyanos, baileyanos, krishnamurtianos y gurdjieffianos, «gnósticos» de la última hornada, filósofos interesados por los problemas del lenguaje y la crisis de la modernidad, científicos típicos y atípicos, «progres» a secas, «integristas», curiosos, «espías»…

 

Hay que decir que el núcleo del grupo lo formaban personas que, de una manera u otra, habían tenido que ver con el esoterismo, al que se habían acercado tras explorar los límites y las contradicciones de la razón moderna. Y en bastantes de ellos se percibía, junto a la urgencia por salir de un cierto encastillamiento gnóstico, el ansia de una vivencia espiritual más profunda.

 

No resulta fácil explicar el desarrollo y la «metodología» de nuestras sesiones a quien no ha asistido a ellas. En cualquier caso, procuramos desde el principio no perdernos en prolijidades de procedimiento, que, evidentemente, hubieran agostado el germen que allí se manifestaba. Tan sólo se propusieron, y fueron aceptadas, dos cosas: que iniciásemos las sesiones con una oración (el comienzo del Salmo 68:»Resurja Dios y se desvanezcan sus enemigos…», al que más tarde se agregó el texto de Efesios 3,14-19, en donde se habla de la «cruz cósmica» y del fortalecimiento del «hombre interior») y que, entre cada reunión y la siguiente, dejásemos un intervalo de 28 días : una inspiración súbita cuyo significado espiritual confirmamos después: 28 es, entre otras cosas, el «triangular» de 7, un número de singular relevancia en la Escritura y en la liturgia cristiana; por lo demás, apenas es necesario subrayar la importancia de los «triangulares» en la numerología.

 

Nuestros encuentros no se plantearon a la manera de un simple «diálogo amistoso», un «debate» o una «mesa redonda». Eran vividos como un «acontecimiento» irrepetible en el que, a la vez que se dialogaba sobre un tema o una cuestión, se mantenía una actitud de «escucha» que buscaba una «ruptura de nivel», favorecida, sin duda, por la invocación inicial.

 

Era algo difícil de comprender para quienes esporádicamente se asomaban a nuestras reuniones o para aquellos que se limitaban a expresar su opinión sobre las cuestiones que allí surgían. Al fin y al cabo, se trataba de un arduo aprendizaje del equilibrio entre las exigencias de la razón gnóstica y la ductilidad a las sugerencias del «otro nivel». De ahí la singularidad de cada sesión y la imposibilidad de anticipar el desarrollo de los temas propuestos.

 

Y, dado que se trataba de ser fortalecido en el «hombre interior» más allá de los esfuerzos y métodos gnósticos habituales, no cabía la presencia de un «gurú» o figura semejante al frente de la «asamblea». Desde el principio nos opusimos a la creación de cualquier «comité directivo» o «consejo de ancianos», pues , a nuestro entender, hubiese establecido una «jerarquía» poco adecuada para lo que llevábamos entre manos (todo esto lo hemos sabido después: entonces obrábamos intuitivamente). Era necesario dejar los propios «títulos» y «credenciales» y ponerse, como uno más, a la escucha de otro Maestro.

 

Ello no significaba que, en un plano relativo, no fuese oportuno reconocer las diferencias de «nivel evolutivo» entre los asistentes, sobre todo en la medida en que, recorriendo «octavas» diferentes, vibrasen, sin embargo, en la misma «nota». Y si allí había en potencia «fuertes» y «débiles» en la fe, tal clasificación no necesariamente habría de conectarse en el futuro con la diferencia de «nivel» ahora constatada, que, por lo demás, convenía olvidar en presencia del Espíritu a cuya escucha permanecíamos.

 

De todos modos, era lógico que hubiera resistencias en este sentido y que surgiesen tensiones entre quienes juzgaban suficientemente agotados los frutos del «árbol de la ciencia» y quienes, por así decirlo, tenían prisa por alimentarse del «árbol de la vida». Tensiones que resultaron, en general, creadoras, y que nos ayudaron a definir la índole de la polaridad «pístis-gnosis» y su verdadero alcance.

 

He dicho antes que el núcleo del grupo lo formaban personas cuyos intereses intelectuales y espirituales habían tenido que ver con la búsqueda esotérica. Por eso, situarnos ante el nuevo horizonte requería previamente una recapitulación de lo logrado hasta entonces y una utilización de los conocimientos adquiridos para señalar, en la medida de lo posible, las coordenadas desde las que nos abríamos a la nueva experiencia.

 

En tal sentido, el saber astrológico, con el que algunos de nosotros estábamos familiarizados, se revelaba un instrumento precioso y una brújula indispensable para orientarnos hacia los umbrales del «nuevo mundo».

 

Evidentemente, no me refiero a la astrología determinista, que establece conexiones unívocas entre símbolos astrales y «hechos» y cuyo valor, por lo demás, quedó para siempre definido en el célebre adagio «Astra inclinant, non necessitant» («Las estrellas inclinan, pero no obligan») que, como es natural, implica este otro: «Sapiens dominabitur astris» («El sabio dominará a sus astros»).

 

Más bien quiero aludir a una concepción del saber astrológico que valora al máximo los símbolos, reconoce su inagotable riqueza ontológica y trata de extraer de ellos pautas idóneas para la autocomprensión del hombre. Entendido así, el saber en cuestión nos suministra los fundamentos para una psicología de altos vuelos y para una antropología que, más allá de las reducciones modernas, tiende a reconstruir el puente entre hombre y cosmos.

 

No voy a entrar ahora en cuestiones de detalle. Baste decir que nuestras sesiones comenzaban siempre con una serie de consideraciones sobre el momento astral y su interpretación. Tomábamos como punto de referencia el tema radical, es decir, el de la fundación del grupo, y procurábamos describir e interiorizar las energías en juego, para así orientar el espacio y cualificar el tiempo. De esta manera se promovía la autoconciencia el grupo, que así se preparaba, en lo posible, para la ansiada «ruptura de nivel», que, indudablemente, no estaba en nuestra mano provocar, pero que no por ello iba a hacer tabla rasa de nuestras características personales y grupales, según el conocido adagio «Gratia non destruit naturam, sed eam perficit»:»La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona».

 

He de añadir que el análisis astrológico solía ir acompañado de la exposición de algunos aspectos de la simbólica del Yi-King y de la Qabalah. Por otra parte, la perspectiva numerológica era aplicada al ritmo de las reuniones, buscando en el ordinal de cada sesión el contenido simbólico que nos permitiera enriquecer nuestra autocomprensión. Se trataba, en definitiva, de preparar al máximo las «aguas» sobre las que se cernía el Espíritu, la «materia» de nuestra peculiar «obra alquímica».

 

Ni que decir tiene que el saber astrológico, por su misma naturaleza y tal como lo entendíamos más arriba, nos sitúa en el umbral de una visión litúrgica del cosmos. Esto lo han sabido siempre los teóricos más relevantes de la liturgia cristiana: no en vano las grandes fiestas cristianas han sido colocadas en el calendario según criterios de «afinidad» con el momento cósmico correspondiente o, en todo caso, con celebraciones iniciáticas inmemoriales, una continuidad que, por lo demás, no excluye la diferencia.

 

Sin entrar en consideraciones más precisas, es fácil ver la correlación entre el «movimiento» por el que Cristo «desciende» del «Cielo» y «asciende» a él, y las dos fases, «involutiva» y «evolutiva» del ciclo anual. E idéntico simbolismo cabe aplicar al ciclo diario, cuya mitad «descendente» va desde el mediodía a la medianoche y cuya mitad «ascendente» se extiende desde la medianoche al mediodía.

 

Pues bien, nuestras sesiones trataban de «activar» dichas «afinidades» y, de esta manera, procuraban sintonizar desde la perspectiva astrológica con el momento litúrgico. Es curioso constatar que el grupo estaba fuertemente marcado por el Sagitario, el signo solar en que da comienzo el año litúrgico cristiano y el último signo antes del «descenso» del «espíritu» a las profundidades de la «materia», o, en otro orden de cosas, la encarnación del Redentor; un signo, pues, de «espera» y de «Adviento»: ¿una insinuación de los matices específicos de nuestra misión?. De ahí nuestro acercamiento a los textos litúrgicos del «kairós» como a algo que, sin destruir las «influencias» cósmicas, las trasciende.

 

Bien es verdad que el aprender a interiorizar dichos textos no era cosa de un día, tan marcados estamos por los cálculos y la impronta del «hombre exterior». No teníamos en modo alguno la capacidad de una A.K. Emmerich para vibrar al unísono con esa «temporalidad» litúrgica. Pero éramos conscientes de la necesidad de contemplar los mencionados textos como la atmósfera natural en la que, más allá de los símbolos astrológicos, se desarrolla el «ciclo» del Espíritu.

No obstante, sabíamos que los textos, al igual que los símbolos astrales, exigían ser interiorizados y describían, a un nivel radical, el estado espiritual del grupo, a la vez que nos proporcionaban «pistas» para superar nuestras oscuridades y contradicciones.

 

Al principio, la mayor parte del tiempo se utilizaba en «cuestiones de orientación» como las ya expuestas. Más tarde decidimos incorporar temas que fuesen de interés común a la hora de recorrer el nuevo camino. En general, la elección de tales temas se dejaba a la espontaneidad de uno o varios miembros del grupo, quienes se encargaban de preparar las distintas «ponencias».

 

Ya desde el principio se vio la conveniencia de mantener durante el diálogo una concentración meditativa tan intensa como fuese posible y en la que se dejaba a cada uno absoluta libertad (métodos como el del hesicasmo eran aquí especialmente indicados). Pero, dado el carácter abierto de las sesiones, no todos adoptaban esa actitud, con el consiguiente desajuste entre quienes veían las reuniones como un «acontecimiento» y quienes las consideraban simplemente como un «debate». No obstante, dominaban claramente los primeros, y ellos eran los que creaban la atmósfera que otorgó a las reuniones su peculiar carácter.

 

¿Cuál es ese carácter? ¿Hemos construído algo así como una «egrégora», como dirían los ocultistas?. No lo parece, si por tal se entiende un ser colectivo en el que lo definitorio sería el enfoque de una serie de voluntades hacia un objetivo común. En efecto, en un colectivo semejante el «principio animador» no es otro que la síntesis de las voluntades, en tanto que, en el caso presente, lo que nos convocó se distinguía claramente de nosotros y en modo alguno podíamos agotarlo, siendo a la vez lo que nos «animaba» a todos en la medida en que nos abríamos a su llamada y se producía la anhelada «ruptura de nivel».

Inicialmente centrados por la búsqueda esotérica,  ¿hemos recibido una particular «impronta» cristiana, algo que tiene su origen en la efusión del Espíritu a partir de una actitud orante y meditativa? Todos los indicios parecen apuntar en esa dirección.

 

¿Cuál es nuestra peculiar misión y nuestro «carisma»? Si hemos de examinar las capacidades que en el grupo se manifestaron (una especie de «discernimiento» colectivo, no siempre formulable en conceptos claros, una notable facilidad para superar tensiones y para dialogar con personas de ideas muy diferentes, una apertura impensable en un principio, una atmósfera extrañamente pacificadora…), nos sentiríamos inclinados a decir que nuestra vía es «sui generis» y que nuestra tarea parece ser, por encima de todo, la de contribuir a clarificar e intensificar el diálogo fe-gnosis, a fin de que el eventual encuentro sea lo más fructífero posible. Y lo será en la medida en que el cristiano, más allá de toda renuncia a comprender, haga suyo el «fides quaerens intellectum»; y que el «gnóstico» tenga como norte de su existencia un «intellectus quaerens fidem» que, lejos de rebajar los valores intelectuales, evite los amargos frutos de la «hybris» autárquica.

 

 

SOBRE LA COMPOSICIÓN Y DESCOMPOSICIÓN DEL ENTE HUMANO

-Si la muerte viene definida como una separación entre alma y cuerpo, eso quiere decir que el ente humano se compone de dos dimensiones: invisible y visible, espiritual y corpórea, inmaterial y material. Por tanto, la muerte crea una separación entre ambos mundos, entre “esencias” y “hechos”, unidad y multiplicidad. Si, durante la vida terrestre, participamos a la vez de ambos mundos, tras la muerte sólo queda el mundo espiritual. Ahora bien, si el cuerpo no es de por sí mortal, sino que hubiera podido vivir indefinidamente al participar del “árbol de la vida”, parece lógico suponer que algo del cuerpo permanece tras la muerte, algo a partir de lo cual se construye el “cuerpo glorioso”, un “esquema” al que llamamos “doble” y que, en cierto modo, captamos como el “aire” de la persona, que establece la continuidad entre las distintas edades o épocas del cuerpo.

-En efecto, ¿qué es lo que otorga su unidad al cuerpo en medio de los cambios celulares? Esa unidad es la que hace que el cuerpo sea el mismo a través de los cambios. Y si el “cuerpo glorioso” ha de ser el mismo que teníamos en la tierra, aunque en distinto estado, habrá que decir que el paso por la muerte no destruye totalmente el cuerpo físico.

-Es verdad que la transformación que implica la muerte no es la misma que la que se produce de una época a otra, sino una mucho mayor y en la que la mismidad del cuerpo queda sin apoyatura terrestre. Pero si hemos de concebir la posibilidad de un cuerpo “glorioso” (como de un espíritu “glorioso”, cosa que, con frecuencia, se olvida identificando la vida del espíritu “glorioso” con la del espíritu sin más al modo platónico), habrá que suponer en el cuerpo una potencialidad, una potentia oboedientialis, sobre la cual actuará en su momento el poder divino. No es posible, por tanto, alcanzar la vida eterna por las propias fuerzas y al margen de aquella potentia.

-Así, pues, tanto en el espíritu como en el cuerpo ha de existir esa potentia, la cual hará posible el tránsito de la “naturaleza” a la “sobrenaturaleza”. Y la posibilidad de un “cuerpo glorioso” no se basa únicamente en la existencia del “doble”, sino en la obediencialidad del mismo, de un modo análogo a como la posibilidad de un espíritu glorioso no se basa en la pura dimensión inmaterial del mismo. De no existir el orden sobrenatural no se podría hablar de espíritu glorioso, sino de una inmortalidad de alcance limitado, como de una corporalidad limitada a las estribaciones del “doble”.

-“El primer Adán es terreno; el segundo, celeste”, nos dice san Pablo, y prosigue: “el primero fue hecho alma viviente; el segundo, espíritu vivificante”.

-Por consiguiente, el primero viene constituido por un cuerpo vivificado por el alma. Colocado en la encrucijada de optar por Dios o rechazar su mandato, perdió la posibilidad de participar de la gracia divina y, por tanto, de la Divinidad.

-El segundo Adán, Cristo, es un compuesto de cuerpo y alma asumido por el Verbo. Aunque no se hubiera producido la caída, la encarnación del Verbo hubiese tenido lugar.

-Por tanto, la creación de Adán supone la animación de un cuerpo. Para entender la filogénesis conviene relacionarla con la ontogénesis. ¿Qué significa esto? Que, en virtud del principio de totalidad, todo ente participa a su modo del entero macrocosmos. Por tanto, en su cuerpo se refleja la jerarquía de éste, figurada por la sucesión de los “cielos” planetarios y que se resume en la de los tres reinos. Se trata, pues, del cuerpo más elevado de la creación material. Lo que no significa que el cuerpo sobre el que incide el soplo creador haya pasado previamente por todas las especies o que haya pertenecido a una de ellas, en su caso, por la de los antropoides.

-Por otra parte, si el ente humano es una síntesis de la creación, dicha ontogénesis se aplica de un modo principal a la constitución de su cuerpo. Del mismo modo, su alma ha de ser un resumen del universo invisible, que entra en conjunción con aquel cuerpo que sintetiza y trasciende los tres reinos. De ahí el papel central que se atribuye al ente humano.

-Resulta lógico entonces suponer que si la creación de dicho ente es instantánea, su desarrollo implica tiempo, a fin de poner en marcha las posibilidades primero materiales y después espirituales de su ser. Y semejante desarrollo reflejará las características del mismo, de manera que lo que podemos llamar su estructura se manifestará de modo sucesivo en las etapas de su génesis.

-Carece de sentido que un ente, permaneciendo el mismo pase por todos los estados del ser, como no sea de manera analógica. Por ejemplo, es absurdo que un antropoide pierda su identidad y se convierta en humano al cabo de una evolución más o menos larga. Y es que la identidad de un ente no puede cambiar; tan sólo es concebible un despliegue de sus posibilidades.

-El fenómeno de la generación como ocasión para comprender el origen del ente humano. Si todo ente humano viene de un padre y una madre en cuanto al cuerpo, es claro que los primeros progenitores tuvieron otro origen, divino, por cuanto no es posible que viniesen de un no-vivo. En cuanto al alma o espíritu del ente humano, es evidente que hubo de ser creado por Dios, puesto que se trata de algo inmaterial.

-La noción de “limo de la tierra” sobre el que incide el hálito divino se esclarece en cierto modo a partir del fenómeno de la generación: lo que viene de los padres es justamente el “limo”, mientras que el espíritu procede de Dios (y aquí podríamos extraer las consecuencias de la estructuración del ente humano expuesta en distintos lugares del blog).

SOBRE LA INMORTALIDAD PERDIDA (Preguntas en la confluencia de Bioquímica y Teología)

1) Hay esperanzas de encontrar un mecanismo molecular que supere el fenómeno de envejecimiento? (Parece ilógico que haya un proceso por el cual se prolonga la vida al modo de la novela “Viejo muere el cisne”, de Aldous Huxley).

2) ¿Es la mortalidad una característica universal de los seres vivos? ¿Hay seres o componentes inmortales? ¿Cuáles son?

3) ¿Qué interpretación podría tener el hecho de que las células madre embrionarias sean inmortales antes de diferenciarse en tejidos? Algo así como el residuo de la naturaleza antes de la caída?

4) ¿Y las células cancerígenas, constituyen simplemente el camino equivocado para alcanzar la inmortalidad perdida? El querubín de la «espada llameante», que cierra el paso al» árbol de la vida», ¿señalaría el ámbito a partir del cual puede inmortalizarse la vida? Ahora bien los querubines son análogos al ámbito de las «estrellas fijas», situado más allá de Plutón, el planeta que tiene que ver con el cáncer pero también con los intentos de encontrar la inmortalidad; por lo demás, los querubines estarían relacionados con el conocimiento del bien y del mal, al menos reflejado; como si dijéramos, Dios, a través del querubín, aleja al hombre, que quiere usurpar aquel conocimiento, del árbol de la vida; el árbol de la vida es el simbolo de la vida eterna que solo nos otorga la cruz de Cristo.

5) ¿Cómo interpretar los fallos en la replicación del ADN? ¿Cómo una consecuencia del desequilibrio primordial del ADN? ¿Y los fallos del ADN mitocondrial o energético?

6) Se ha relacionado a los extremos terminales de los cromosomas lineales, los denominados telómeros, con la multiplicación celular. ¿Por qué es el gen de la telomerasa el de la inmortalidad?

7) Los oncogenes son capaces de transformar las ceélulas normales para que crezcan de manera análoga a las tumorales. Saturno como símbolo de la vejez, de la edad en que aumentan los oncogenes; quizá se quiere suplir la vitalidad o la capacidad de renovación con la tensión hacia la inmortalidad? ¿Una prolongación invertida de la vida? Saturno es también el símbolo del reino mineral y, a otro nivel, del intelecto puro.

8) ¿Y el hecho de que la apoptosis o suicidio celular sea menos eficaz a medida que envejecemos? ¿Podría haber una semejanza entre la tendencia natural a la apoptosis de una humanidad envejecida o degradada y la dificultad para realizarla? (Apocalipsis: «En aquellos días los hombres querrán morir y no lo lograrán»). Aunque, más que hablar de envejecimiento global de la humanidad, habría que considerarlo como parcial, ya que » el resto» de la humanidad seguiría existiendo.

 


9) La muerte es la soldada del pecado,¿por qué no aceptar la mortalidad en lugar de forzar los acontecimientos en vez de buscar una inmortalidad quimérica?

10) ¿De qué manera concurren al envejecimiento y a la muerte las dietas hipercalóricas?

11) ¿Persiste la imagen de Dios en los genes a pesar de la pérdida de la semejanza? ¿Es posible aprovechar la capacidad de los oncogenes para conquistar la inmortalidad? (Cuanto más inmortales somos más cerca estamos de la muerte o a la inversa. «Vampirismo como tendencia siempre presente»).

12) La muerte como expiación natural querida por Dios ¿Es el aumento del cáncer signo de la degradación de la humanidad, que busca aumentar sus poderes y su «conocimiento del bien y del mal» a través de una vida inmortal y, en definitiva, antinatural y monstruosa? (a diferencia de lo que les ocurre a los ángeles caídos, en los que no hay ninguna muerte que limite la culpabilidad).

13) ¿Es concebible una situación primordial en la que no hubiese necesidad de renovación celular, es decir que todas las células fuesen inmortales desde el momento en que el hombre queda constituido? ¿Es concebible un mundo sin generación a la manera del reino de Dios, en el que los cuerpos gloriosos no tienen necesidad de renovarse?

 

NOTAS SOBRE EL ÁRBOL DEL CONOCIMIENTO DEL BIEN Y DEL MAL Y EL ÁRBOL DE LA VIDA

Apoyándose en el supuesto hecho de que Dios no menciona el árbol de la vida al principio de Gén 3, algunos autores suponen que estaba oculto y que no sería accesible hasta el momento en que el hombre primordial se apropiara del conocimiento del bien y del mal.


No es así, puesto que se menciona en Gén 2. Y no está prohibido comer del árbol de la vida, excepto si se prueba antes el de la ciencia. Y es que en este contexto no cabe aludir a una dualidad de árboles, de manera que se opongan uno a otro y sea necesario buscar un tercero, a no ser que entremos en el contexto de la alquimia o planteemos la problemática de los “opuestos”, muy diferente de la que existe entre el bien y el mal.

Para comprender el simbolismo del árbol del conocimiento conviene relacionarlo con el del Dragón. ¿Qué es lo que guarda el monstruo del umbral? El lugar sagrado, uno de cuyos símbolos es el árbol. Tomemos, por ejemplo, el simbolismo astrológico: si el «eje del Dragón» o eje nodal es el punto de contacto entre dos planos, el del «alma» y el del «espíritu», el árbol será el símbolo del espíritu o de la nueva existencia (por oposición a la Luna o «antigua existencia»). Y semejante árbol no sería otro que el de la vida.


¿A qué correspondería entonces el árbol de la ciencia? ¿Quizá a la trascendencia en su aspecto distanciador, en definitiva, lo mismo que el «eje del Dragón»? En la medida en que dicho árbol es uno de los del Paraíso, se supone que, no obstante el estado de «justicia original» del hombre primordial (con todos los poderes y capacidades que le acompañan), existe la posibilidad de perder esa condición. Y aquí la pista nos la suministra la figura diabólica, que en modo alguno se identifica con aquella serpiente «que se muerde la cola», con el ouróboros enlazado alrededor del árbol y que representa la sucesión indefinida de los ciclos cósmicos (ya sea para figurar el infinito cuantitativo, ya sea para expresar aquel eterno retorno de lo idéntico que, para los griegos, hace del tiempo «la imagen móvil de la eternidad»).

La función del guardián del umbral (devorar a quien trate de llevarse el «tesoro» o profanar el lugar sagrado) y, en este caso, la prohibición de comer los frutos del árbol de la ciencia (que desempeña un cometido similar) es mostrar la diferencia de nivel entre el “iniciando” y el ámbito de lo sagrado. El monstruo, como el árbol del conocimiento, se sitúa en la encrucijada de los dos caminos, para advertir del peligro que implica la confrontación de ambos polos: o bien se acaba en un antagonismo sin fin (maniqueísmo), o bien uno de los dos absorbe al otro y se identifican; en cualquier caso, sólo Dios estaría por encima del bien y del mal, evidentemente sin igualarlos; y el hombre aprendería de Dios a distinguirlos. Pues, ¿qué es, en definitiva, el bien? Pensar que Dios es El que es, y la humanidad, su creación. ¿Qué es el mal? Creer que ocurre a la inversa o que ambos son lo mismo, por lo que no habría diferencia. Por eso Dios es el único que puede establecer lo que es el bien y el mal en las creaturas racionales, lo que no significa que Él pueda realizar indistintamente uno u otro, pues para Él no hay propiamente mal. El bien y el mal dicen referencia a la conducta de las creaturas racionales, no a Dios.

Por el contrario, el tentador aparece como alguien que, tácitamente, ya ha conculcado el mandato y, por tanto, realiza indistintamente el bien o el mal, a la vez que invita al hombre a hacer lo mismo, para elevarse así a la condición divina, de la que Elohim se mostraría celoso y que guardaría en exclusiva para sí mismo. De esta forma, quiere impedir que la humanidad acceda al árbol de la vida, para lo cual niega la distancia que separa a Dios del hombre (es curioso que el guardián que impide el acceso al árbol de la vida, una vez cometida la falta, sea un querubín, es decir, una de las más altas jerarquías angélicas, concretamente la segunda, que personifica el conocimiento espiritual).

Antes nos referíamos al simbolismo astrológico del «eje del Dragón» y lo poníamos en conexión con el árbol del conocimiento del bien y del mal. ¿Cabe alguna representación astrológica de la figura diabólica? El factor más adecuado sería el «eje de la Luna negra», en la medida en que viene constituido por dos extremos. Con todo, se trata simplemente de una tendencia o de una ocasión de transgresión, que alcanza su punto álgido cuando está en conjunción con el «eje del Dragón». En cuanto al «Sol negro», representaría los extremos de la Divinidad, sin que ello sea ocasión de culpa por parte de ella, claro está; más bien se trataría de su aspecto desmesuradamente fascinante y tremendo.

A partir de aquí podemos entender sin dificultad el simbolismo del árbol en general, que nos llevaría a hablar, entre otras cosas, de la posición con frecuencia invertida del árbol, lógica si acudimos a la representación que liga las raíces al mundo superior. Como símbolo del cosmos admite ser dividido en tres regiones, cada una conectada con un tipo de animal(serpiente, león, pájaro; o incluso tres aspectos del dragón, como se señala en el Yi-King). E igualmente puede relacionarse con las esferas celestes y los planetas. Es lo que, utilizando otro lenguaje, expresa Ramón Llull mediante un árbol cuyo tronco es la sustancia primordial de la creación, en tanto que las ramas y hojas serían los nueve accidentes.

El libro del Apocalipsis, al hablar de la Jerusalén celeste, menciona los doce frutos del árbol de la vida. Es la confirmación de que sólo la obediencia al mandato de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal permite participar sin riesgo del árbol de la vida y retornar al origen divino.

PARA UNA FUNDAMENTACIÓN DE LA LENGUA PRIMORDIAL








-Dos modos de pensar: el que parte de cero y el que se orienta a partir de la tradición.

-Puede uno partir de cero, pero no conviene «descubrir el Mediterráneo».

-Otra cosa es «recrear la tradición». Para lo cual hay que conocerla antes, para luego fundamentarla.

-Para ello hay que comenzar por establecer los supuestos más radicales:

a) la totalidad de cuanto hay es inteligible;

b) cada ente está relacionado con los demás;

c) «entia non sunt sine necessitate multiplicanda»;

d) el pensamiento, la palabra y la escritura son las tres formas en que se accede a los entes;

e) el lenguaje escrito es la expresión última de un ente;

f) las palabras se reducen a letras, que constituyen el alfabeto, es decir, el sistema de símbolos fundamentales;

g) hay un número determinado de letras, cada una de las cuales es un símbolo;

h) todo se reduce, pues, a ese código de símbolos en número determinado;

i) la infinidad de los entes se reduce, por tanto, a unos pocos, como la multitud de las ideas a unas cuantas.

j) ahora bien, dada la pluralidad de las lenguas, habrá que reducirlas, bien a la lengua primordial, bien a la unidad del pensamiento.

k) la Biblia alude a la «lengua una» antes de Babel; después se habla de la confusión de las lenguas provocada por Dios como un castigo por haber querido «alcanzar el cielo». ¿Qué quiere decir esto, que no era deseable en ningún caso aquella situación primitiva, o que no era deseable en el supuesto del pecado original? ¿Algo semejante a la prohibición de comer al «árbol de la vida» tras probar el fruto del «árbol del conocimiento del bien y del mal»?

l) en tal caso, la redención debería ir acompañada de la restauración de la lengua primordial.

ll) ¿Y de qué otra lengua primordial puede hablarse sino de aquella en que está redactada la Escritura? Pero la Biblia no está escrita en una sola lengua, sino en dos. ¿Serían el hebreo y el griego respectivamente autónomos en el A.T. y en el N.T.? ¿Por qué no, aunque existiese una perfecta coordinación entre ellos?

m) Según eso, Bardet, por un lado, e Iván Panin, por otro, han establecido un método para ir al fondo de las cosas. Por lo demás, alefato y alfabeto trabajan con 27 letras, por más que episemon (o stigma), koppa (qoppa?) y sampi hayan caído en desuso.

n) La estructuración de los vocablos del A.T. se hará a partir del Tetragrama, el Pentagrama y sus valores numéricos en hebreo. La estructuración del N.T. se efectuará en función de los nombres divinos y de sus valores en griego.

ñ) ¿Cuál sería entonces el estatuto de las lenguas vernáculas? Bardet habla de la no inspiración de las mismas. Tan sólo se trataría de contar las letras de un texto o pasaje, característica que él también atribuye al griego, a nuestro entender ilógicamente.