Tiempo hacía que, en la «coraza sin fisuras» de mi autoconciencia «gnóstica» se insinuaban grietas, y que las cuadernas de mi «autarquía» crujían bajo los embates de un huracán no previsto por los indicadores de a bordo. Tiempo hacía que quienes me inclinaban a construir la Babel antigua habían sido confundidos. Pero la inercia del «hombre exterior» es muy grande y, quizá por eso, la transformación de mi particular experiencia en destino tardó todavía en objetivarse.
Fue en el verano de 1983, aproximadamente en el momento en que se producía la tercera conjunción exacta de Júpiter y Urano en el signo de Sagitario, cuando me vino a la mente el imperativo de invitar a algunas personas con las que me unían notables afinidades espirituales e intelectuales y en las que sospechaba o anticipaba experiencias similares a las mías, a recorrer juntos el camino que va desde los optimismos injustificados y los cálculos quiméricos de una cierta gnosis, a las certidumbres, las esperanzas y las realizaciones del «hombre interior».
Algunas de estas personas invitaron a su vez a otras, cosa que, en principio, yo no había previsto, y así comenzó nuestra andadura. Dada la índole de nuestras reuniones, que se plantearon desde el principio como abiertas a todos, pasaron por ellas gentes de todo tipo: aficionados a la parapsicología, testigos de Jehová, protestantes, teósofos blavatskyanos, baileyanos, krishnamurtianos y gurdjieffianos, «gnósticos» de la última hornada, filósofos interesados por los problemas del lenguaje y la crisis de la modernidad, científicos típicos y atípicos, «progres» a secas, «integristas», curiosos, «espías»…
Hay que decir que el núcleo del grupo lo formaban personas que, de una manera u otra, habían tenido que ver con el esoterismo, al que se habían acercado tras explorar los límites y las contradicciones de la razón moderna. Y en bastantes de ellos se percibía, junto a la urgencia por salir de un cierto encastillamiento gnóstico, el ansia de una vivencia espiritual más profunda.
No resulta fácil explicar el desarrollo y la «metodología» de nuestras sesiones a quien no ha asistido a ellas. En cualquier caso, procuramos desde el principio no perdernos en prolijidades de procedimiento, que, evidentemente, hubieran agostado el germen que allí se manifestaba. Tan sólo se propusieron, y fueron aceptadas, dos cosas: que iniciásemos las sesiones con una oración (el comienzo del Salmo 68:»Resurja Dios y se desvanezcan sus enemigos…», al que más tarde se agregó el texto de Efesios 3,14-19, en donde se habla de la «cruz cósmica» y del fortalecimiento del «hombre interior») y que, entre cada reunión y la siguiente, dejásemos un intervalo de 28 días : una inspiración súbita cuyo significado espiritual confirmamos después: 28 es, entre otras cosas, el «triangular» de 7, un número de singular relevancia en la Escritura y en la liturgia cristiana; por lo demás, apenas es necesario subrayar la importancia de los «triangulares» en la numerología.
Nuestros encuentros no se plantearon a la manera de un simple «diálogo amistoso», un «debate» o una «mesa redonda». Eran vividos como un «acontecimiento» irrepetible en el que, a la vez que se dialogaba sobre un tema o una cuestión, se mantenía una actitud de «escucha» que buscaba una «ruptura de nivel», favorecida, sin duda, por la invocación inicial.
Era algo difícil de comprender para quienes esporádicamente se asomaban a nuestras reuniones o para aquellos que se limitaban a expresar su opinión sobre las cuestiones que allí surgían. Al fin y al cabo, se trataba de un arduo aprendizaje del equilibrio entre las exigencias de la razón gnóstica y la ductilidad a las sugerencias del «otro nivel». De ahí la singularidad de cada sesión y la imposibilidad de anticipar el desarrollo de los temas propuestos.
Y, dado que se trataba de ser fortalecido en el «hombre interior» más allá de los esfuerzos y métodos gnósticos habituales, no cabía la presencia de un «gurú» o figura semejante al frente de la «asamblea». Desde el principio nos opusimos a la creación de cualquier «comité directivo» o «consejo de ancianos», pues , a nuestro entender, hubiese establecido una «jerarquía» poco adecuada para lo que llevábamos entre manos (todo esto lo hemos sabido después: entonces obrábamos intuitivamente). Era necesario dejar los propios «títulos» y «credenciales» y ponerse, como uno más, a la escucha de otro Maestro.
Ello no significaba que, en un plano relativo, no fuese oportuno reconocer las diferencias de «nivel evolutivo» entre los asistentes, sobre todo en la medida en que, recorriendo «octavas» diferentes, vibrasen, sin embargo, en la misma «nota». Y si allí había en potencia «fuertes» y «débiles» en la fe, tal clasificación no necesariamente habría de conectarse en el futuro con la diferencia de «nivel» ahora constatada, que, por lo demás, convenía olvidar en presencia del Espíritu a cuya escucha permanecíamos.
De todos modos, era lógico que hubiera resistencias en este sentido y que surgiesen tensiones entre quienes juzgaban suficientemente agotados los frutos del «árbol de la ciencia» y quienes, por así decirlo, tenían prisa por alimentarse del «árbol de la vida». Tensiones que resultaron, en general, creadoras, y que nos ayudaron a definir la índole de la polaridad «pístis-gnosis» y su verdadero alcance.
He dicho antes que el núcleo del grupo lo formaban personas cuyos intereses intelectuales y espirituales habían tenido que ver con la búsqueda esotérica. Por eso, situarnos ante el nuevo horizonte requería previamente una recapitulación de lo logrado hasta entonces y una utilización de los conocimientos adquiridos para señalar, en la medida de lo posible, las coordenadas desde las que nos abríamos a la nueva experiencia.
En tal sentido, el saber astrológico, con el que algunos de nosotros estábamos familiarizados, se revelaba un instrumento precioso y una brújula indispensable para orientarnos hacia los umbrales del «nuevo mundo».
Evidentemente, no me refiero a la astrología determinista, que establece conexiones unívocas entre símbolos astrales y «hechos» y cuyo valor, por lo demás, quedó para siempre definido en el célebre adagio «Astra inclinant, non necessitant» («Las estrellas inclinan, pero no obligan») que, como es natural, implica este otro: «Sapiens dominabitur astris» («El sabio dominará a sus astros»).
Más bien quiero aludir a una concepción del saber astrológico que valora al máximo los símbolos, reconoce su inagotable riqueza ontológica y trata de extraer de ellos pautas idóneas para la autocomprensión del hombre. Entendido así, el saber en cuestión nos suministra los fundamentos para una psicología de altos vuelos y para una antropología que, más allá de las reducciones modernas, tiende a reconstruir el puente entre hombre y cosmos.
No voy a entrar ahora en cuestiones de detalle. Baste decir que nuestras sesiones comenzaban siempre con una serie de consideraciones sobre el momento astral y su interpretación. Tomábamos como punto de referencia el tema radical, es decir, el de la fundación del grupo, y procurábamos describir e interiorizar las energías en juego, para así orientar el espacio y cualificar el tiempo. De esta manera se promovía la autoconciencia el grupo, que así se preparaba, en lo posible, para la ansiada «ruptura de nivel», que, indudablemente, no estaba en nuestra mano provocar, pero que no por ello iba a hacer tabla rasa de nuestras características personales y grupales, según el conocido adagio «Gratia non destruit naturam, sed eam perficit»:»La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona».
He de añadir que el análisis astrológico solía ir acompañado de la exposición de algunos aspectos de la simbólica del Yi-King y de la Qabalah. Por otra parte, la perspectiva numerológica era aplicada al ritmo de las reuniones, buscando en el ordinal de cada sesión el contenido simbólico que nos permitiera enriquecer nuestra autocomprensión. Se trataba, en definitiva, de preparar al máximo las «aguas» sobre las que se cernía el Espíritu, la «materia» de nuestra peculiar «obra alquímica».
Ni que decir tiene que el saber astrológico, por su misma naturaleza y tal como lo entendíamos más arriba, nos sitúa en el umbral de una visión litúrgica del cosmos. Esto lo han sabido siempre los teóricos más relevantes de la liturgia cristiana: no en vano las grandes fiestas cristianas han sido colocadas en el calendario según criterios de «afinidad» con el momento cósmico correspondiente o, en todo caso, con celebraciones iniciáticas inmemoriales, una continuidad que, por lo demás, no excluye la diferencia.
Sin entrar en consideraciones más precisas, es fácil ver la correlación entre el «movimiento» por el que Cristo «desciende» del «Cielo» y «asciende» a él, y las dos fases, «involutiva» y «evolutiva» del ciclo anual. E idéntico simbolismo cabe aplicar al ciclo diario, cuya mitad «descendente» va desde el mediodía a la medianoche y cuya mitad «ascendente» se extiende desde la medianoche al mediodía.
Pues bien, nuestras sesiones trataban de «activar» dichas «afinidades» y, de esta manera, procuraban sintonizar desde la perspectiva astrológica con el momento litúrgico. Es curioso constatar que el grupo estaba fuertemente marcado por el Sagitario, el signo solar en que da comienzo el año litúrgico cristiano y el último signo antes del «descenso» del «espíritu» a las profundidades de la «materia», o, en otro orden de cosas, la encarnación del Redentor; un signo, pues, de «espera» y de «Adviento»: ¿una insinuación de los matices específicos de nuestra misión?. De ahí nuestro acercamiento a los textos litúrgicos del «kairós» como a algo que, sin destruir las «influencias» cósmicas, las trasciende.
Bien es verdad que el aprender a interiorizar dichos textos no era cosa de un día, tan marcados estamos por los cálculos y la impronta del «hombre exterior». No teníamos en modo alguno la capacidad de una A.K. Emmerich para vibrar al unísono con esa «temporalidad» litúrgica. Pero éramos conscientes de la necesidad de contemplar los mencionados textos como la atmósfera natural en la que, más allá de los símbolos astrológicos, se desarrolla el «ciclo» del Espíritu.
No obstante, sabíamos que los textos, al igual que los símbolos astrales, exigían ser interiorizados y describían, a un nivel radical, el estado espiritual del grupo, a la vez que nos proporcionaban «pistas» para superar nuestras oscuridades y contradicciones.
Al principio, la mayor parte del tiempo se utilizaba en «cuestiones de orientación» como las ya expuestas. Más tarde decidimos incorporar temas que fuesen de interés común a la hora de recorrer el nuevo camino. En general, la elección de tales temas se dejaba a la espontaneidad de uno o varios miembros del grupo, quienes se encargaban de preparar las distintas «ponencias».
Ya desde el principio se vio la conveniencia de mantener durante el diálogo una concentración meditativa tan intensa como fuese posible y en la que se dejaba a cada uno absoluta libertad (métodos como el del hesicasmo eran aquí especialmente indicados). Pero, dado el carácter abierto de las sesiones, no todos adoptaban esa actitud, con el consiguiente desajuste entre quienes veían las reuniones como un «acontecimiento» y quienes las consideraban simplemente como un «debate». No obstante, dominaban claramente los primeros, y ellos eran los que creaban la atmósfera que otorgó a las reuniones su peculiar carácter.
¿Cuál es ese carácter? ¿Hemos construído algo así como una «egrégora», como dirían los ocultistas?. No lo parece, si por tal se entiende un ser colectivo en el que lo definitorio sería el enfoque de una serie de voluntades hacia un objetivo común. En efecto, en un colectivo semejante el «principio animador» no es otro que la síntesis de las voluntades, en tanto que, en el caso presente, lo que nos convocó se distinguía claramente de nosotros y en modo alguno podíamos agotarlo, siendo a la vez lo que nos «animaba» a todos en la medida en que nos abríamos a su llamada y se producía la anhelada «ruptura de nivel».
Inicialmente centrados por la búsqueda esotérica, ¿hemos recibido una particular «impronta» cristiana, algo que tiene su origen en la efusión del Espíritu a partir de una actitud orante y meditativa? Todos los indicios parecen apuntar en esa dirección.
¿Cuál es nuestra peculiar misión y nuestro «carisma»? Si hemos de examinar las capacidades que en el grupo se manifestaron (una especie de «discernimiento» colectivo, no siempre formulable en conceptos claros, una notable facilidad para superar tensiones y para dialogar con personas de ideas muy diferentes, una apertura impensable en un principio, una atmósfera extrañamente pacificadora…), nos sentiríamos inclinados a decir que nuestra vía es «sui generis» y que nuestra tarea parece ser, por encima de todo, la de contribuir a clarificar e intensificar el diálogo fe-gnosis, a fin de que el eventual encuentro sea lo más fructífero posible. Y lo será en la medida en que el cristiano, más allá de toda renuncia a comprender, haga suyo el «fides quaerens intellectum»; y que el «gnóstico» tenga como norte de su existencia un «intellectus quaerens fidem» que, lejos de rebajar los valores intelectuales, evite los amargos frutos de la «hybris» autárquica.