-Si la muerte viene definida como una separación entre alma y cuerpo, eso quiere decir que el ente humano se compone de dos dimensiones: invisible y visible, espiritual y corpórea, inmaterial y material. Por tanto, la muerte crea una separación entre ambos mundos, entre “esencias” y “hechos”, unidad y multiplicidad. Si, durante la vida terrestre, participamos a la vez de ambos mundos, tras la muerte sólo queda el mundo espiritual. Ahora bien, si el cuerpo no es de por sí mortal, sino que hubiera podido vivir indefinidamente al participar del “árbol de la vida”, parece lógico suponer que algo del cuerpo permanece tras la muerte, algo a partir de lo cual se construye el “cuerpo glorioso”, un “esquema” al que llamamos “doble” y que, en cierto modo, captamos como el “aire” de la persona, que establece la continuidad entre las distintas edades o épocas del cuerpo.
-En efecto, ¿qué es lo que otorga su unidad al cuerpo en medio de los cambios celulares? Esa unidad es la que hace que el cuerpo sea el mismo a través de los cambios. Y si el “cuerpo glorioso” ha de ser el mismo que teníamos en la tierra, aunque en distinto estado, habrá que decir que el paso por la muerte no destruye totalmente el cuerpo físico.
-Es verdad que la transformación que implica la muerte no es la misma que la que se produce de una época a otra, sino una mucho mayor y en la que la mismidad del cuerpo queda sin apoyatura terrestre. Pero si hemos de concebir la posibilidad de un cuerpo “glorioso” (como de un espíritu “glorioso”, cosa que, con frecuencia, se olvida identificando la vida del espíritu “glorioso” con la del espíritu sin más al modo platónico), habrá que suponer en el cuerpo una potencialidad, una potentia oboedientialis, sobre la cual actuará en su momento el poder divino. No es posible, por tanto, alcanzar la vida eterna por las propias fuerzas y al margen de aquella potentia.
-Así, pues, tanto en el espíritu como en el cuerpo ha de existir esa potentia, la cual hará posible el tránsito de la “naturaleza” a la “sobrenaturaleza”. Y la posibilidad de un “cuerpo glorioso” no se basa únicamente en la existencia del “doble”, sino en la obediencialidad del mismo, de un modo análogo a como la posibilidad de un espíritu glorioso no se basa en la pura dimensión inmaterial del mismo. De no existir el orden sobrenatural no se podría hablar de espíritu glorioso, sino de una inmortalidad de alcance limitado, como de una corporalidad limitada a las estribaciones del “doble”.
-“El primer Adán es terreno; el segundo, celeste”, nos dice san Pablo, y prosigue: “el primero fue hecho alma viviente; el segundo, espíritu vivificante”.
-Por consiguiente, el primero viene constituido por un cuerpo vivificado por el alma. Colocado en la encrucijada de optar por Dios o rechazar su mandato, perdió la posibilidad de participar de la gracia divina y, por tanto, de la Divinidad.
-El segundo Adán, Cristo, es un compuesto de cuerpo y alma asumido por el Verbo. Aunque no se hubiera producido la caída, la encarnación del Verbo hubiese tenido lugar.
-Por tanto, la creación de Adán supone la animación de un cuerpo. Para entender la filogénesis conviene relacionarla con la ontogénesis. ¿Qué significa esto? Que, en virtud del principio de totalidad, todo ente participa a su modo del entero macrocosmos. Por tanto, en su cuerpo se refleja la jerarquía de éste, figurada por la sucesión de los “cielos” planetarios y que se resume en la de los tres reinos. Se trata, pues, del cuerpo más elevado de la creación material. Lo que no significa que el cuerpo sobre el que incide el soplo creador haya pasado previamente por todas las especies o que haya pertenecido a una de ellas, en su caso, por la de los antropoides.
-Por otra parte, si el ente humano es una síntesis de la creación, dicha ontogénesis se aplica de un modo principal a la constitución de su cuerpo. Del mismo modo, su alma ha de ser un resumen del universo invisible, que entra en conjunción con aquel cuerpo que sintetiza y trasciende los tres reinos. De ahí el papel central que se atribuye al ente humano.
-Resulta lógico entonces suponer que si la creación de dicho ente es instantánea, su desarrollo implica tiempo, a fin de poner en marcha las posibilidades primero materiales y después espirituales de su ser. Y semejante desarrollo reflejará las características del mismo, de manera que lo que podemos llamar su estructura se manifestará de modo sucesivo en las etapas de su génesis.
-Carece de sentido que un ente, permaneciendo el mismo pase por todos los estados del ser, como no sea de manera analógica. Por ejemplo, es absurdo que un antropoide pierda su identidad y se convierta en humano al cabo de una evolución más o menos larga. Y es que la identidad de un ente no puede cambiar; tan sólo es concebible un despliegue de sus posibilidades.
-El fenómeno de la generación como ocasión para comprender el origen del ente humano. Si todo ente humano viene de un padre y una madre en cuanto al cuerpo, es claro que los primeros progenitores tuvieron otro origen, divino, por cuanto no es posible que viniesen de un no-vivo. En cuanto al alma o espíritu del ente humano, es evidente que hubo de ser creado por Dios, puesto que se trata de algo inmaterial.
-La noción de “limo de la tierra” sobre el que incide el hálito divino se esclarece en cierto modo a partir del fenómeno de la generación: lo que viene de los padres es justamente el “limo”, mientras que el espíritu procede de Dios (y aquí podríamos extraer las consecuencias de la estructuración del ente humano expuesta en distintos lugares del blog).