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SOBRE LA POTENCIA OBEDIENCIAL EN AMOR RUIBAL

 

 

 

En los «Principios de donde recibe el ente la existencia», art. 2º, IV,3 (1), Ángel Amor Ruibal hace un examen resumido de las tres doctrinas escolásticas fundamentales sobre la índole de la potencia obediencial.

 

En primer lugar, está la teoría que la concibe como simple posibilidad de efectos sobrenaturales. La doctrina en cuestión sostiene que la potencia obediencial no es nada en el ente, sino que consiste en que no repugne a la potencia divina el obtener un efecto de una naturaleza finita.

 

Para Amor Ruibal, semejante tesis no explica nada y, además, es contradictoria. En efecto, al ser la mera posibilidad abstracta de algo, no es potencia obediencial, ya que ésta supone la realidad en que se halla. Pues dicha potencia es algo posible en la cosa, pero no puede ser nunca la cosa en cuanto posible; de otro modo, la cosa en cuanto realizada sería la exclusión de la potencia de que hablamos.

 

Y es contradictoria, porque la no repugnancia de que la voluntad divina pueda sacar determinado efecto de una naturaleza finita es imposible sin una aptitud real que excluya tal repugnancia.

 

La segunda teoría entiende la potencia obediencial como una cualidad extrínseca. Solución inadmisible, porque una de dos: o dicha cualidad permanece extrínseca a la naturaleza o la modifica intrínsecamente. Si lo primero, no existe potencia obediencial en la naturaleza, sino en esa supuesta cualidad extrínseca, que, por serlo, no es en modo alguno potencia de aquélla, pues nada hay que repugne más a la potencia que el no pertenecer a la naturaleza a la que se atribuye. Si lo segundo, la potencia obediencial no resulta constituída por la cualidad añadida, sino que se presupone necesariamente en la naturaleza a la que se añade.

 

En el orden sobrenatural carece igualmente de sentido la doctrina que impugnamos, pues la cualidad en cuestión o es natural o sobrenatural. Si es natural, resulta completamente inútil, puesto que no puede servir mejor que la naturaleza misma para el orden sobrenatural. Si es sobrenatural, no puede unirse ni aplicarse a la naturaleza: en efecto, si pudiera unirse al ente natural por sí misma también podría enlazarse todo lo sobrenatural con la naturaleza sin necesidad de tal intermedio.

 

En la tercera teoría se concibe como potencia común con diversos respectos. Es decir, que la potencia obediencial no es nada añadido a la naturaleza, sino que es la misma potencia común que, respecto de los actos naturales, se llama natural, y respecto de los sobrenaturales, obediencial.

 

Ahora bien, esto puede tomarse en doble sentido: a) en cuanto la potencia obediencial es la misma potencia natural, de la cual el ser infinito dispone según le place, o b) en cuanto la potencia obediencial es la naturaleza no sujeta a otras leyes que las del principio de no contradicción, capaz, por tanto, de recibir las múltiples formas que la voluntad divina pueda determinar.

 

En el primer sentido, la naturaleza es en sí transformable bajo la acción divina gracias a una virtud latente en las cosas, que se conserva en la naturaleza de cada una. Explicación que no puede admitirse, porque, o se establece que las esencias son inmutables en su forma concreta de cada naturaleza, o no. Si lo primero, es una contradicción admitir en ellas potencia obediencial, pues ello equivale a sostener que son y no son inmutables al mismo tiempo.

Si se afirma lo segundo, no existe ninguna virtud obediencial en ninguna naturaleza concreta como tal, sino que, al contrario, toda naturaleza es una forma obediencial de las múltiples que pueden corresponder a cada ser. Así, pues, no es la naturaleza la que otorga la aptitud obediencial, sino la aptitud obediencial la que da el tipo de cada naturaleza.

 

No queda, pues, otra solución que la antes propuesta, a saber, que la potencia obediencial no es otra cosa que la naturaleza en cuanto no sujeta a otras leyes que las del principio de no contradicción. Y es que en la teoría antes refutada, la potencia en cuestión es una propiedad indemostrable de las cosas mientras no se admita la existencia de un ser supremo, de manera que toda naturaleza es inmutable, fuera de la subordinación a Él. En la doctrina de Amor Ruibal, en cambio, la potencia obediencial es una propiedad racionalmente demostrable sin acudir al poder divino.

 

Evidentemente, la índole de la potencia obediencial no se hubiese planteado como problema de no haber intervenido la deificación. Pero, en nuestra opinión, el fino análisis de Amor Ruibal apunta en la dirección correcta. Es decir, deja a salvo la autonomía de la naturaleza humana, a la vez que suministra a la razón teológica un buen instrumento para abordar los distintos ámbitos en que se manifiesta la elevación de la humanidad al orden sobrenatural.

 

(1) Amor Ruibal, A., «Cuatro manuscritos inéditos», Madrid, 1964, Gredos.

SOBRE LA COMPOSICIÓN Y DESCOMPOSICIÓN DEL ENTE HUMANO

-Si la muerte viene definida como una separación entre alma y cuerpo, eso quiere decir que el ente humano se compone de dos dimensiones: invisible y visible, espiritual y corpórea, inmaterial y material. Por tanto, la muerte crea una separación entre ambos mundos, entre “esencias” y “hechos”, unidad y multiplicidad. Si, durante la vida terrestre, participamos a la vez de ambos mundos, tras la muerte sólo queda el mundo espiritual. Ahora bien, si el cuerpo no es de por sí mortal, sino que hubiera podido vivir indefinidamente al participar del “árbol de la vida”, parece lógico suponer que algo del cuerpo permanece tras la muerte, algo a partir de lo cual se construye el “cuerpo glorioso”, un “esquema” al que llamamos “doble” y que, en cierto modo, captamos como el “aire” de la persona, que establece la continuidad entre las distintas edades o épocas del cuerpo.

-En efecto, ¿qué es lo que otorga su unidad al cuerpo en medio de los cambios celulares? Esa unidad es la que hace que el cuerpo sea el mismo a través de los cambios. Y si el “cuerpo glorioso” ha de ser el mismo que teníamos en la tierra, aunque en distinto estado, habrá que decir que el paso por la muerte no destruye totalmente el cuerpo físico.

-Es verdad que la transformación que implica la muerte no es la misma que la que se produce de una época a otra, sino una mucho mayor y en la que la mismidad del cuerpo queda sin apoyatura terrestre. Pero si hemos de concebir la posibilidad de un cuerpo “glorioso” (como de un espíritu “glorioso”, cosa que, con frecuencia, se olvida identificando la vida del espíritu “glorioso” con la del espíritu sin más al modo platónico), habrá que suponer en el cuerpo una potencialidad, una potentia oboedientialis, sobre la cual actuará en su momento el poder divino. No es posible, por tanto, alcanzar la vida eterna por las propias fuerzas y al margen de aquella potentia.

-Así, pues, tanto en el espíritu como en el cuerpo ha de existir esa potentia, la cual hará posible el tránsito de la “naturaleza” a la “sobrenaturaleza”. Y la posibilidad de un “cuerpo glorioso” no se basa únicamente en la existencia del “doble”, sino en la obediencialidad del mismo, de un modo análogo a como la posibilidad de un espíritu glorioso no se basa en la pura dimensión inmaterial del mismo. De no existir el orden sobrenatural no se podría hablar de espíritu glorioso, sino de una inmortalidad de alcance limitado, como de una corporalidad limitada a las estribaciones del “doble”.

-“El primer Adán es terreno; el segundo, celeste”, nos dice san Pablo, y prosigue: “el primero fue hecho alma viviente; el segundo, espíritu vivificante”.

-Por consiguiente, el primero viene constituido por un cuerpo vivificado por el alma. Colocado en la encrucijada de optar por Dios o rechazar su mandato, perdió la posibilidad de participar de la gracia divina y, por tanto, de la Divinidad.

-El segundo Adán, Cristo, es un compuesto de cuerpo y alma asumido por el Verbo. Aunque no se hubiera producido la caída, la encarnación del Verbo hubiese tenido lugar.

-Por tanto, la creación de Adán supone la animación de un cuerpo. Para entender la filogénesis conviene relacionarla con la ontogénesis. ¿Qué significa esto? Que, en virtud del principio de totalidad, todo ente participa a su modo del entero macrocosmos. Por tanto, en su cuerpo se refleja la jerarquía de éste, figurada por la sucesión de los “cielos” planetarios y que se resume en la de los tres reinos. Se trata, pues, del cuerpo más elevado de la creación material. Lo que no significa que el cuerpo sobre el que incide el soplo creador haya pasado previamente por todas las especies o que haya pertenecido a una de ellas, en su caso, por la de los antropoides.

-Por otra parte, si el ente humano es una síntesis de la creación, dicha ontogénesis se aplica de un modo principal a la constitución de su cuerpo. Del mismo modo, su alma ha de ser un resumen del universo invisible, que entra en conjunción con aquel cuerpo que sintetiza y trasciende los tres reinos. De ahí el papel central que se atribuye al ente humano.

-Resulta lógico entonces suponer que si la creación de dicho ente es instantánea, su desarrollo implica tiempo, a fin de poner en marcha las posibilidades primero materiales y después espirituales de su ser. Y semejante desarrollo reflejará las características del mismo, de manera que lo que podemos llamar su estructura se manifestará de modo sucesivo en las etapas de su génesis.

-Carece de sentido que un ente, permaneciendo el mismo pase por todos los estados del ser, como no sea de manera analógica. Por ejemplo, es absurdo que un antropoide pierda su identidad y se convierta en humano al cabo de una evolución más o menos larga. Y es que la identidad de un ente no puede cambiar; tan sólo es concebible un despliegue de sus posibilidades.

-El fenómeno de la generación como ocasión para comprender el origen del ente humano. Si todo ente humano viene de un padre y una madre en cuanto al cuerpo, es claro que los primeros progenitores tuvieron otro origen, divino, por cuanto no es posible que viniesen de un no-vivo. En cuanto al alma o espíritu del ente humano, es evidente que hubo de ser creado por Dios, puesto que se trata de algo inmaterial.

-La noción de “limo de la tierra” sobre el que incide el hálito divino se esclarece en cierto modo a partir del fenómeno de la generación: lo que viene de los padres es justamente el “limo”, mientras que el espíritu procede de Dios (y aquí podríamos extraer las consecuencias de la estructuración del ente humano expuesta en distintos lugares del blog).

LA ACCIÓN DEL «CENTRO» SOBRE LA «NATURALEZA ASTRAL»

-En el estudio de la “naturaleza astral” conviene acudir a instancias globalizadoras como el «punto-síntesis», que equivale a la media aritmética de las posiciones planetarias. Los ángulos de los diferentes planetas con dicho punto indicarán las posibilidades de unificación de los mismos. En torno a él la red de energías que nos constituye queda centrada.

-Ahora bien, una cosa es la red y su centro, y otra el «Centro» que nos mantiene en el ser y nos eleva a la dimensión sobrenatural. ¿De qué manera lo «percibimos» desde nuestro tema, esa red centrada en el «punto-síntesis»? Es verdad que el sector IX y sus regentes y significadores (Sagitario, Júpiter y Neptuno) es el encargado de despertar nuestro intelecto a las «vibraciones» de ese «Centro». Pero él nos trasciende infinitamente y, por tanto, aunque sea cierto que «Omne quod recipitur…»(“Todo lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente”), no podemos olvidar el «Non potest tanta similitudo notari…»(“Por grande que sea la semejanza entre el Creador y la creatura, siempre habrá una desemejanza mayor”). Es decir, que la semejanza de Sagitario, Júpiter y Neptuno con el “Centro” implica siempre una desemejanza mayor.


-No digamos nada del modo en que el «Centro» nos asimila a él y nos da su gracia. Por medio de ella viene colmada la distancia que nos separaba de él, sin que por eso dejemos de ser una «participación en la vida divina», como la llama san Juan de la Cruz («Dios por participación»).

-Y, por último, «Gratia non destruit naturam, sed eam perficit». Quiere decir que nuestra condición creatural no queda suprimida ni anulada, ni tampoco alterada en sus características básicas. Eso sí, la gracia viene a perfeccionar la naturaleza allí donde ésta se desvía o tiende a descarriarse.

-Por ejemplo, la gracia no altera nuestro temperamento ni las cualidades que nos definen, aunque sí hace posible que se aplique(de modo participado) a la naturaleza la triple vía (afirmación, negación y eminencia).

-Una vez determinados los atributos divinos, que vienen a completar la idea de Dios como «Ipsum Esse»(“El Ser mismo que subsiste por sí”), ya tenemos «objetivado» el horizonte al que nos remitía la IX. Pero conocer a Dios por la razón natural no es suficiente para comprender lo que es la gracia ni, por consiguiente, el «Dios por participación». En efecto, el Dios que se revela a Abraham, Isaac y Jacob no es el de los filósofos y los sabios. Es Aquél el que nos comunica su ser a través de la gracia.

-¿Qué aporta al respecto el adagio tomista «Gratia non destruit naturam, sed eam perficit» (“La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona”)? Semejante adagio implica que, en la deificación, el ser humano, sin dejar de ser lo que es, participa del ser divino.

-¿Cómo puede ocurrir eso? ¿Cómo puede ser que un ente a la vez espiritual y material participe de la Divinidad? Mediante la actualización de la «potentia oboedientialis»(“potencia obediencial”)inserta en la naturaleza humana. Eso equivale a decir que, desde el principio, aquélla ha sido destinada al orden sobrenatural.

-¿Podemos dar una formulación astrológica de la gracia? Puesto que nosotros no tenemos un conocimiento sobrenatural de Dios fuera de la gracia (la fe es gratuita), hemos de servirnos de las categorías astrológicas y afirmar que el sobrepasamiento de la casa IX (el llamado sector “Deus”, que marca el modo en que nos abrimos a la Trascendencia) en la determinación de la existencia y atributos de Dios no es nada comparado con el sobrepasamiento de la razón por la fe. Pues la razón no puede abarcar el objeto de la fe. Ahora bien, si nosotros podemos recibir la fe sin ser destruidos es porque Dios empieza por reforzar el soporte de la fe que es la razón misma. Así, la fe viene a actualizar una «potentia oboedientialis» de la razón. Dios nos otorga, pues, la fuerza necesaria para realizar el acto de fe. En la estructura misma de la razón humana se encuentra no solo el horizonte de la Trascendencia, sino también el de la gracia. Por eso las posiciones astrales, cualesquiera que sean (es decir, más o menos afines a la razón), están ya abiertas a la gracia y pueden convertirse en vehículos de la misma.