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GLOBALIDAD Y DIVINIDAD

 

 

-El sistema solar nos ofrece una analogía de la globalidad: el centro lo ocupa el Sol y las diferentes capas, los «cielos» o las órbitas planetarios. El centro sería, pues, lo «no manifestado» o el punto sin dimensiones alrededor del cual giran los «cielos» o la «manifestación».

 

Simetría (incluidos los planetas nuevos):

Entre Mercurio y Plutón.

  »   Venus y Neptuno.

  »   Tierra y Urano.

  »   Marte y Saturno.

Júpiter ocuparía la órbita central.

 

Simetría (planetas tradicionales):

Entre Mercurio y Saturno.

  »   Venus y Júpiter.

  »   Tierra y Marte.

 

 

-Según la perspectiva geocéntrica, la simetría sería la siguiente:

 

-Con inclusión de los planetas nuevos:

Entre Luna y Plutón.

  »   Mercurio y Neptuno.

  »   Venus y Urano.

  »   Sol y Saturno.

  »   Marte y Júpiter.

 

-Según el esquema tradicional:

Entre Luna y Saturno.

  »   Mercurio y Júpiter.

  »   Venus y Marte.

El Sol ocuparía la órbita central (aunque su condición de estrella la sitúa a la vez en otro plano).

 

En cuanto al eje nodal, no hay que considerarlo como un planeta más, sino como un plano de referencia, los dos «equinoccios» del «Zodíaco nodal». La importancia de la relación Sol-Luna radica en que conecta el centro con la periferia, es decir, el lugar de la unidad y de la trascendencia con el mundo de lo concreto.

 

-Todo ello en el plano de la razón natural. Otra cosa sería la figuración de la «imagen y semejanza».

 

-Aquí el factor mediador sería la idea de Dios vista desde la casa IX. A partir de este sector, dicha idea es descrita de diferentes formas o bajo distintos atributos según el tema astral desde el que se contempla.

PARA UNA NUEVA CONCEPTUALIZACIÓN DEL CAMINO ESPIRITUAL (I): HITOS EN EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO

                             Introducción                            

  

Supuesta  la validez del esquema del camino espiritual propuesto por san Juan de la Cruz, hay que reconocer que nuestra época ha introducido nuevos elementos que requieren ser asimilados por el místico. A nuestro entender, los más relevantes provienen de dos fuentes: la filosofía, en especial la corriente fenomenológica, y el esoterismo, cuyo impacto social aumenta por momentos y que ha desarrollado una nueva conceptualidad, a la que son particularmente sensibles las jóvenes generaciones (baste con aludir al auge del movimiento de la new age). De ahí la necesidad de una formulación «actual» del camino espiritual. Es lo que tratamos de esbozar a continuación.

 

     La pregunta por la situación del hombre en el mundo, sus causas y el modo de salir de ella ha ocupado a filósofos y hombres reflexivos de todas las épocas. Y no sólo bajo el impacto de una crisis social o política que, por lo general, lleva a acentuar lo más urgente, sino como una meditación habitual sobre las raíces de la condición humana, su singularidad misma. Si Platón describe al hombre como prisionero en una «caverna» y rodeado de oscuridad, Husserl nos hablará de la «actitud natural» como de un ámbito no fundamentado y Heidegger hará alusión a la «existencia inauténtica» como un estar perdido entre los entes y desarraigado del Ser. Consideraciones semejantes encontraremos en los gnósticos, en donde «este mundo» es concebido como un lugar de exilio, o en las diversas religiones, cuyo énfasis se pone unas veces en la «ilusión» que caracteriza a la existencia humana y cósmica, otras en su condición «caída» y, casi siempre, en la situación de ignorancia o culpa que comporta. 

 

     Según se trate de una u otra época se destacará tal o cual aspecto de la condición humana o se pondrá de manifiesto esta o aquella vertiente del existir. Pero siempre las personas que buscan la sabiduría o, al menos, son de un talante reflexivo, han contemplado la vida humana como una realidad disminuída, frustrada o, en cualquier caso, necesitada de una reorientación más o menos radical.         

 

      Se comprende la importancia y, en las actuales circunstancias, incluso la urgencia de definir con precisión el prisma bajo el que la existencia humana se muestra a la visión meditativa. Mostraremos, pues, a grandes rasgos lo que consideramos más característico de la presente situación. En primer lugar, nos enfrentamos con una época crítica, en el sentido médico y terapéutico del vocablo. Es decir, tras las enormes transformaciones a las que asistimos cabe esperar una curación o normalización del gran organismo que es la humanidad. Todo parece indicarlo: el pensamiento prospectivo más relevante de nuestra época, pero también las anticipaciones religiosas y gnósticas (ya  pertenezcan al ámbito de la videncia, de la astrología o de la profecía) apuntan en esa dirección.

 

       Hay discrepancias en torno al alcance, dimensiones y consecuencias de la crisis, hasta el punto de que algunos subrayan ante todo el carácter catastrófico de la misma, pero todos la ven como un punto de «no retorno».

       Otro rasgo definitorio: el ritmo vertiginoso de los acontecimientos y, por consiguiente, el desajuste entre ser y conocer, existencia y conciencia. Los profetas y videntes que, desde un pasado más o menos remoto, se asomaron al futuro que es hoy nuestro presente muestran a la vez espanto y asombro ante hechos que hoy tendemos a considerar «normales» y no sólo por la consabida falta de perspectiva. Queda así de manifiesto la dimensión resolutiva de la crisis, que mereció tanta atención para quienes en el pasado fueron testigos más o menos fieles del «eterno presente». ¿Cómo explicar esto si no es por la terminalidad de la época, por lo que tiene de apocalíptica, es decir, de reveladora, por su condición fronteriza entre el tiempo y la eternidad? En un sentido menor, esto es válido también para quienes ven simplemente en ella el final de un «ciclo»: en ese instante, el tiempo se «inmoviliza», por decirlo de algún modo; si, como dijo Platón, el tiempo es la «imagen móvil de la eternidad», el fin de un ciclo tiende a «cerrar el círculo» y a retornar al principio. Por eso, aquéllos cuya misión es encarnar en su vida el eterno presente no sólo hallan en nuestra época terminal motivo de asombro. La existencia desnuda que en ella se manifiesta les aparece como una intensificación de la conciencia anticipadora en que se sitúan y que constituye su razón de vivir.

                 

       Conectada con lo anterior está la vertiente discriminadora de todo «fin de ciclo» o tiempo terminal. En él se totaliza el desarrollo de lo que en un principio estaba en germen y se distingue entre los aspectos positivos y los negativos, entre lo auténtico y lo inauténtico. De ahí el «extremismo» de nuestra época, la divergencia cada vez mayor entre conductas, doctrinas o individualidades que anteriormente parecían conciliables. La radicalización de las actitudes es un signo de la terminalidad de nuestro mundo, en el que se recapitula todo lo realizado a lo largo de la historia y se manifiesta lo que en el principio estaba oculto.

 

        Por consiguiente, las descripciones de la condición humana hechas por algunos filósofos y hombres reflexivos, caso de ser adecuadas, adquieren ahora (como antes las anticipaciones de los profetas y videntes) su máxima vigencia  y su alcance real. En la medida que expresan lo fundamental de la situación del hombre en el mundo, el tiempo actual (el futuro en ellas vislumbrado) las corrobora a través de un cortocircuito en el que futuro y pasado se reúnen en una conciencia que tiende a participar del eterno presente. Perspectiva desde la que la «caverna» platónica, el «exilio» gnóstico, la «caída» y  demás caracterizaciones de la condición humana se manifiestan como «contiguas» de la «salida de la caverna», el «retorno al origen» o el «apocalipsis», contigüidad, pues, del principio y del fin, de la «catástrofe» primigenia y de su resolución apocalíptica.

 

     Semejante contigüidad lleva consigo el que los aspectos menos centrales o radicales de cualquier doctrina queden en segundo término y se subraye lo esencial. Se comprende la importancia de un diagnóstico certero de la situación. Dada la carga existencial del momento, ese diagnóstico resultará más operativo que en otras fases de la historia: nuestro tiempo se convierte así en destino y culminación de todo lo anterior. Y ello le otorga una dimensión colectiva hasta ahora inédita.

 

     Lo que está en juego es el destino de la humanidad, y cualquier planteamiento referente a la «salida» individual de la «caverna» habrá de enmarcarse en aquél. Por lo cual, la concepción que mejor entienda la realidad personal, integrando lo individual en lo colectivo será también la más eficaz en el plano del espíritu. Pero procedamos ordenadamente. Lo primero que hemos de abordar es el lugar desde donde contemplar nuestra propia situación y la del hombre en general.

 

                         

                        «Conócete a tí mismo» 

 

                    

     ¿Cuál es ese lugar? El conocimiento integral a que alude el epígrafe no podemos obtenerlo evidentemente a partir de consideraciones empíricas, cualquiera que sea su especie. Ello implicaría aceptar sin más una serie de presupuestos cuya crítica, por lo demás, ha sido uno de los grandes logros de la fenomenología trascendental, entre otras filosofías. Habremos de empezar, pues, por una actitud cuyo único «supuesto» es la capacidad para conocer la realidad y orientarse en ella. Bien es verdad que no cabe establecer de antemano el alcance de semejante capacidad. Y, de hecho, consciente o inconscientemente, hasta las doctrinas más optimistas introducen factores de corrección en su talante básico y reconocen las dificultades que conlleva. Por tanto, las posibilidades de comprender los aspectos más profundos de la realidad son limitadas, si no en abstracto, sí en concreto, es decir, en lo que se refiere a su puesta en práctica. En cualquier caso, hay que constatar la existencia de una serie de niveles o estadios en el camino hacia el conocimiento integral.

 

      A mi entender, las categorías psicológicas habituales son insuficientes para alcanzar ese conocimiento. En tal sentido, las críticas de Husserl al psicologismo son muy acertadas, pues ponen de manifiesto cómo la verdad no puede subordinarse a circunstancias fácticas. Cosa distinta es reconocer las dificultades con que tropieza uno en la búsqueda de la verdad, lo que hizo decir a Tomás de Aquino que, sin la revelación, la verdad sólo hubiera sido patrimonio de unos pocos, que la hubiesen alcanzado tras ímprobos esfuerzos.

 

      Por eso cabe partir de una capacidad fundamental en orden al conocimiento de sí mismo, la cual ha sido ejercitada en todas las épocas, ya sea desde el esoterismo, ya desde la filosofía, ya desde el pensar reflexivo sin más. Ejercicio que nos ha llevado al descubrimiento de ciertas verdades que vienen a constituir lo que algunos llaman la «filosofía perenne» o «eterna».

 

      Entre ellas podemos enumerar: la correspondencia pensar-ser o sujeto-mundo, que comporta a la vez la indisociabilidad de ambos términos; la analogía entre los distintos niveles del cosmos, así como entre el cosmos y el ámbito divino; la caracterización del hombre como microcosmos; la semejanza entre el hombre y Dios, que aparece por doquier entre los antiguos; el imperativo moral, que confirma la situación caída o enajenada del hombre y el deseo de salir de ella. La estructura del ente humano se deriva naturalmente de lo anterior. Y así se habla de él como de una síntesis de lo visible y lo invisible, de «cuerpo» y «alma» o, para más exactitud, de «cuerpo», «alma» y «espíritu», en donde el eslabón central no hace sino tender un puente entre los extremos. Comoquiera que a su vez se divida esa estructura, los elementos básicos permanecen en las distintas ramas de la tradición esotérica o en los pensadores más significativos.

 

     Restringiéndonos al campo del esoterismo, el conocimiento de sí lleva aparejado el del universo y, a fortiori, el del ámbito divino. Así, en la alquimia, la transformación interior del operador es simultánea de la de la «materia» que maneja, hasta el punto de que las dos fases fundamentales del Opus magnum, «volatilizar lo fijo» y «fijar lo volátil» se aplican igualmente a ambos. Se trata, en definitiva, de espiritualizar el cuerpo y corporeizar el espíritu, lo cual supone el contacto entre las dos esferas a través del alma, así como la unidad, subyacente a las tres, del ente humano.

 

     La constitución del hombre como microcosmos viene desarrollada sobre todo en la astrología. Aquí, los conceptos básicos de lo que podríamos denominar psicología trascendental son estructurados en analogía con los signos zodiacales, los planetas y las casas. Si el Zodíaco vernal representa el macrocosmos, y los signos, cada una de las partes de su «cuerpo», el Zodíaco local o sistema de las casas simbolizará el microcosmos o el hombre individual, dividido en otros tantos sectores, en correspondencia con el macrocosmos. En cuanto a los planetas, figurarán las fuerzas que actúan en cada sector, de manera que si los signos y las casas son el «escenario», los planetas serán los «personajes» (algo así como el esquema sujeto-mundo).

 

     El primer nivel de aplicación de los símbolos astrológicos es el cuerpo y sus partes. Pero cabe referirlos asimismo al alma y al espíritu y a sus respectivas dimensiones, análogas a las del cuerpo. En cuanto a las relaciones o conexiones entre los diferentes sectores o vertientes, vienen simbolizados por los aspectos planetarios, que señalan la armonía o el conflicto entre ellos.

 

     El análisis astrológico es, pues, un instrumento de primer orden para el conocimiento de sí mismo. Mediante el examen de los símbolos es posible describir las características concretas de tal o cual nivel del ente humano.

 

     De este modo, la estructura ternaria espíritu-alma-cuerpo puede representarse por el sistema Sol-Luna-Tierra, referido en primer lugar al Zodíaco o macrocosmos, cuyo principio es justamente uno de los extremos del eje que pone en contacto a la eclíptica con el ecuador. En el plano microcósmico lo referiremos a las casas, con lo que hablaremos más bien del Sol, la Luna y el Ascendente. Y en cuanto a la manera concreta de proceder en la trasmutación a que aludíamos a propósito de la alquimia, utilizaremos en primer lugar los aspectos entre los tres factores, que nos indicarán el grado de armonía o conflicto existente entre ellos. En segundo término tendremos en cuenta el simbolismo del eje de los nodos lunares en su relación con el esquema de las casas, sobre todo el Ascendente(no en vano se reúnen en él las cualidades lunares y solares), como también el de los ejes de la «Luna negra» (los polos del campo anímico) y del «Sol negro» (los extremos del ámbito espiritual en su máxima amplitud). La relación entre los dos últimos ejes nos dará una idea de la condición esencial del alma y del espíritu; su conexión con el eje nodal pondrá de manifiesto el movimiento de vaivén que caracteriza a la existencia humana y la recíproca interacción entre las esferas psíquica y espiritual, las posibilidades concretas de trasmutación.

 

        Completaremos la descripción del esquema espíritu-alma-cuerpo señalando que el eslabón intermediario es el punto de unión entre los otros dos. Si comparamos tal estructura con la del Tetragrama, el nombre divino de cuatro letras, una de las cuales(la He) se repite, constataremos la similitud. En efecto, en el nombre Iod-He-Váu-He, cuya estructura no puede ser sino circular, la He actúa de mediadora entre la Iod y la Váu, como si expresase el movimiento que va de una a otra y la síntesis de ambas. Es una manera de ilustrar la semejanza entre Dios y el hombre.

 

     Por último, ¿cómo representar astrológicamente la unidad del ente humano? Mediante el círculo centrado, en donde la circunferencia indivisa simboliza la extensión o el ámbito del ser, y el centro, su principio adimensional. De él salen y a él retornan todos los radios y en él encuentran su unidad. A él remiten todos los símbolos,siendo como es su origen y confluencia. Y es la apertura a ese centro lo que hace posible el acceso al conocimiento integral, apertura que, más allá de toda parcialidad, nos permite «reunir lo disperso».

 

     Pero ¿cómo acercarse al centro? Cualquier instrucción concreta que diésemos sobre el particular correría el riesgo de concebir el punto adimensional sobre la base de una relacionalidad que no posee. Evidentemente, habría que agotar primero el campo de las conexiones entre los niveles del ente humano y mostrar la imposibilidad de abandonar por este medio la esfera de la multiplicidad. No cabe «construir» la unidad por procedimientos aditivos, ya que cualesquiera sectores o partes que sumásemos son posteriores a ella y pertenecen a otro plano. Si el hombre es una multiplicidad en la unidad o una diferencia en la identidad, carece de sentido disolver un polo en el otro. Por eso no podemos decir que el hombre es un espíritu más un alma más un cuerpo: no rebasaríamos la esfera de la multiplicidad, cuando lo decisivo es la unidad a ella subyacente.

       ¿Habría, de todos modos, algún camino para abrirse a la unidad y comprenderla? Partamos del esquema ternario y del simbolismo que encierra. Si la dualidad es contraste, relación, el ternario se definirá como la unidad más allá del contraste. Con lo cual reúne aparece como el equilibrio entre unidad y dualidad, identidad y diferencia. Poseerá entonces un especial poder para evocar la estructura global del ente humano. Ahora bien, puesto que sus componentes son tres, ¿qué número cabe conectar con cada uno de ellos? Parece claro que el espíritu habría que vincularlo a la unidad, el cuerpo, a la dualidad y el alma, eslabón intermedio, al ternario. Con todo, el hombre uno se sitúa más allá de los tres, de manera que, comparados con él, los componentes se presentan como lo otro de la mismidad. Y la afirmación simultánea de mismidad y alteridad es justamente el equilibrio entre el ser uno del hombre y su ser trino. Lo que nos lleva a establecer analogías entre el espíritu y el centro, el cuerpo y la división, el alma y el equilibrio.

 

     No obstante, la unidad del centro es pura simplicidad, de manera que, confrontada con el campo en que se despliega, significa algo así como el ámbito de la absolutez. Lo cual no implica el menor solipsismo, ya que dicha unidad se halla a su vez en relación con el centro de todos y cada uno de los entes humanos. 

 

     Así, pues, la unidad que distingue a cada sujeto humano es el lugar desde el que se ordena su estructura y desde donde cabe entenderla con rigor. Semejante conocimiento supone una distancia, una no identificación entre el que conoce y lo conocido, en este caso el yo en su aspecto ternario. ¿Es posible, en cambio, que tal simplicidad se conozca a sí misma? No a través de un desdoblamiento, ya que su absoluta simplicidad se lo impide;sí mediante la apertura a o el diálogo con el otro, en donde cada uno se manifiesta frente al espejo del prójimo. Y, a fortiori, el conocimiento más profundo de sí, el conocimiento por antonomasia se adquiere por la confrontación con el Otro por esencia, con el Tú divino a cuya imagen somos y que trasciende toda relacionalidad intersubjetiva.

                                             

     Por consiguiente, el conocimiento de sí supone el esquema mismidad-alteridad dentro de la esfera del sujeto, el ente humano, a la vez que la apertura a la intersubjetividad y, más allá de ella, al ámbito divino:el conocimiento de sí implica, pues, el del universo y el de Dios. Desde la unidad que es el centro del ser habremos de establecer un contacto consciente y efectivo entre cuerpo y espíritu a través del alma. Así realizaremos el solve et coagula de la tradición. Ello supone la toma de conciencia de los tres niveles del ente humano:el mismo centro habrá de aparecer, por tanto, como sujeto corpóreo, anímico y espiritual, con las consiguientes diferencias de comprensión entre los tres. La conciencia pasará, por tanto, de un sometimiento a las condiciones espacio-temporales a una liberación de las mismas; y lo hará a través del puente natural entre los dos ámbitos, que asume la tensión o el conflicto entre cuerpo y espíritu. Lo que en un principio se manifiesta como yo material o corpóreo se transformará después en yo psíquico, para alcanzar finalmente la esfera espiritual. Es lo que astrológicamente se expresa mediante el simbolismo del Ascendente, la Luna y el Sol, en donde la dificultad máxima reside en el tránsito de la conciencia lunar o psíquica a la solar o espiritual, tránsito que representábamos anteriormente por el eje de los nodos lunares o eje del «Dragón».

 

     Al nivel del cuerpo, el centro del ser aparece como casi inconsciente de sí, absorbido como está en el ámbito espacio-temporal. En el plano del espíritu, la unidad que es el centro se muestra particularmente activa y consciente de sí: estamos más allá de los condicionamientos espacio-temporales. Es la psique, que actúa de mediadora la que asiste al»intercambio» entre ambas esferas. Ahora bien, semejante contacto es tarea ardua y supone a su vez el reconocimiento de los propios límites y el abismo entre la situación fáctica y el ideal: no se trata únicamente de la distancia entre espíritu y cuerpo, sino también entre el ideal de cada uno de ellos y la situación real. Por eso el conocimiento a que nos referimos no es sino el paso previo a una transformación efectiva del ser, la cual es inseparable de una actitud moral y no sólo teorética.

 

     ¿Es posible hallar en el simbolismo astrológico pautas que nos sirvan de guía en el terreno de la moral? La respuesta no puede ser sino afirmativa:un análisis de la fuerza o debilidad de los planetas, así como de los ángulos existentes entre ellos puede proporcionarnos abundante información sobre los conflictos, contradicciones o, simplemente, contrastes que dominan en la estructura básica y que constituyen un obstáculo para realizar el proyecto moral. Pero el problema es más profundo:la situación actual de la humanidad se define por una división interior que se traduce en un desajuste entre saber y ser, querer y poder, imaginar y actuar.

 

LA ACCIÓN DEL «CENTRO» SOBRE LA «NATURALEZA ASTRAL»

-En el estudio de la “naturaleza astral” conviene acudir a instancias globalizadoras como el «punto-síntesis», que equivale a la media aritmética de las posiciones planetarias. Los ángulos de los diferentes planetas con dicho punto indicarán las posibilidades de unificación de los mismos. En torno a él la red de energías que nos constituye queda centrada.

-Ahora bien, una cosa es la red y su centro, y otra el «Centro» que nos mantiene en el ser y nos eleva a la dimensión sobrenatural. ¿De qué manera lo «percibimos» desde nuestro tema, esa red centrada en el «punto-síntesis»? Es verdad que el sector IX y sus regentes y significadores (Sagitario, Júpiter y Neptuno) es el encargado de despertar nuestro intelecto a las «vibraciones» de ese «Centro». Pero él nos trasciende infinitamente y, por tanto, aunque sea cierto que «Omne quod recipitur…»(“Todo lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente”), no podemos olvidar el «Non potest tanta similitudo notari…»(“Por grande que sea la semejanza entre el Creador y la creatura, siempre habrá una desemejanza mayor”). Es decir, que la semejanza de Sagitario, Júpiter y Neptuno con el “Centro” implica siempre una desemejanza mayor.


-No digamos nada del modo en que el «Centro» nos asimila a él y nos da su gracia. Por medio de ella viene colmada la distancia que nos separaba de él, sin que por eso dejemos de ser una «participación en la vida divina», como la llama san Juan de la Cruz («Dios por participación»).

-Y, por último, «Gratia non destruit naturam, sed eam perficit». Quiere decir que nuestra condición creatural no queda suprimida ni anulada, ni tampoco alterada en sus características básicas. Eso sí, la gracia viene a perfeccionar la naturaleza allí donde ésta se desvía o tiende a descarriarse.

-Por ejemplo, la gracia no altera nuestro temperamento ni las cualidades que nos definen, aunque sí hace posible que se aplique(de modo participado) a la naturaleza la triple vía (afirmación, negación y eminencia).

-Una vez determinados los atributos divinos, que vienen a completar la idea de Dios como «Ipsum Esse»(“El Ser mismo que subsiste por sí”), ya tenemos «objetivado» el horizonte al que nos remitía la IX. Pero conocer a Dios por la razón natural no es suficiente para comprender lo que es la gracia ni, por consiguiente, el «Dios por participación». En efecto, el Dios que se revela a Abraham, Isaac y Jacob no es el de los filósofos y los sabios. Es Aquél el que nos comunica su ser a través de la gracia.

-¿Qué aporta al respecto el adagio tomista «Gratia non destruit naturam, sed eam perficit» (“La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona”)? Semejante adagio implica que, en la deificación, el ser humano, sin dejar de ser lo que es, participa del ser divino.

-¿Cómo puede ocurrir eso? ¿Cómo puede ser que un ente a la vez espiritual y material participe de la Divinidad? Mediante la actualización de la «potentia oboedientialis»(“potencia obediencial”)inserta en la naturaleza humana. Eso equivale a decir que, desde el principio, aquélla ha sido destinada al orden sobrenatural.

-¿Podemos dar una formulación astrológica de la gracia? Puesto que nosotros no tenemos un conocimiento sobrenatural de Dios fuera de la gracia (la fe es gratuita), hemos de servirnos de las categorías astrológicas y afirmar que el sobrepasamiento de la casa IX (el llamado sector “Deus”, que marca el modo en que nos abrimos a la Trascendencia) en la determinación de la existencia y atributos de Dios no es nada comparado con el sobrepasamiento de la razón por la fe. Pues la razón no puede abarcar el objeto de la fe. Ahora bien, si nosotros podemos recibir la fe sin ser destruidos es porque Dios empieza por reforzar el soporte de la fe que es la razón misma. Así, la fe viene a actualizar una «potentia oboedientialis» de la razón. Dios nos otorga, pues, la fuerza necesaria para realizar el acto de fe. En la estructura misma de la razón humana se encuentra no solo el horizonte de la Trascendencia, sino también el de la gracia. Por eso las posiciones astrales, cualesquiera que sean (es decir, más o menos afines a la razón), están ya abiertas a la gracia y pueden convertirse en vehículos de la misma.

SOBRE EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ

Siempre y por doquier se asocia la cruz a la actividad vivificadora del cielo, a su acción fecundante. El conjunto de las dos rectas perpendiculares que, al intersectarse, dan lugar a la cruz de ramas iguales, es la expresión de una fuerza central cuyo influjo se manifiesta a la vez en las cuatro direcciones. Conviene notar que, en el simbolismo más primitivo, el punto de intersección queda en blanco, es decir, no se representa, justamente para poner de relieve la trascendencia de la fuerza que, apareciendo en el ámbito espacial, permanece exterior a él. Y es que, en realidad, las cuatro ramas, que simbolizan el universo (en varias lenguas antiguas, el término significa literalmente, «las cuatro regiones del cielo» o «los cuatro lados»), se derivan del centro inaccesible y trascendente (la «quintaesencia»). Por eso el signo cruciforme figura las relaciones fundamentales entre la realidad extraespacial y ultrafísica y el cosmos fenoménico.

Así, pues, la cruz es al mismo tiempo signo de revelación y de ocultación. Lo primero, porque las «cuatro regiones» constituyen el despliegue espacial de la energía central; lo segundo, porque dicho despliegue, vinculado a la «caída» en la cárcel del espacio-tiempo, nos coloca a distancia de aquella energía.

Al símbolo de la cruz, vinculado desde siempre a esta experiencia, se le asociaron con posterioridad ideas más complejas. El punto central apareció luego rodeado de ocho figuras (cuatro en los puntos cardinales y otras cuatro en los colaterales, lo que trae inmediatamente a nuestra memoria los trigramas del Yi-King). Se llega así al número 9 (8+1).

En ciertos casos, se agregan a las anteriores otras cuatro figuras, lo que nos lleva al número 13, que, a partir de una cierta fecha, fue para la gran tradición el más importante de los números sagrados (baste pensar que, en la qabalah más antigua, 13 es el valor numérico de «El», Dios; o, también, que el valor del vocablo hebreo «ejad», «uno», es asimismo 13). Dicho número (12+1) surge de la tripartición del espacio, ligada en el ámbito hindú a las guna de la filosofía samkhyâ (sattva o «bondad» es la cualidad del «cielo»; rajas o «pasión», la índole de la «atmósfera»; tamas u «oscuridad», la característica del «mundo subterráneo»). División semejante a la que encontramos en la Roma primitiva: según Dumézil, la tríada Júpiter-Marte-Quirino enlaza con la jerarquía de las funciones sociales (magia-guerra-fecundidad). Cada una de las tres zonas o dimensiones del espacio posee sus cuatro regiones. Y es aquella tripartición del espacio lo que da origen a los 12 signos zodiacales. La importancia del número 12 en la tradición primordial no viene del hecho de que hubiese 12 signos del Zodíaco, sino a la inversa: la estructura zodiacal proviene del simbolismo originario del número 12.


La astrología tradicional utilizaba la representación cuadrada del «tema astral». Las casas se trazan no sobre el cielo, a la manera de las líneas que separan los signos zodiacales, sino sobre la tierra, alrededor de un punto central, que es el recién nacido o el sujeto: así se expresa mejor el origen del «armazón» zodiacal a partir del signo cruciforme. Pues, como señala Pierre Gordon, la forma cuadrada es la que mejor plasma la condición del ser humano, que, por el hecho de nacer, «lleva su cruz» o, lo que es igual, el peso del mundo fenoménico en el que nos tiene exiliados la «caída» original. Por eso la representación en cuestión expresa la dialéctica revelación-ocultación mejor que la circular, que después se impuso de manera casi universal.

No es de extrañar que, posteriormente, el símbolo cruciforme se haya convertido en el símbolo cristiano por antonomasia. Al sufrir muerte de cruz, «El que descendió de los cielos», el «Hijo del Hombre que está en los cielos» llevó a su plenitud la iniciación primordial y, trazando con su cuerpo el signo de la revelación-ocultación en la prisión del espacio-tiempo, otorgó a la humanidad la Redención, la posibilidad de liberarse definitivamente.

¿INICIACIÓN? CLARIFICACIONES DESDE EL SIMBOLISMO ASTRAL


Dicho concepto implica en un primer momento la identificación del yo con el mundo de la emanación, con los estados informales de la manifestación, y, después, con la Divinidad.


¿Qué simbolismo aplicar a la Divinidad? Habrá de tratarse de un símbolo considerablemente elevado, que sobrepase a todos los demás. El plano astrológico nos sugiere un símbolo tal: es el centro de la circunferencia y, a otro nivel, la circunferencia misma en cuanto línea indivisa.


Dejemos por el momento el centro. Si nos referimos a la circunferencia, que, en el sistema solar, viene representada por la eclíptica, es claro que el eje nodal establece los puntos de contacto entre la órbita lunar (ámbito del alma) y la eclíptica (plano del espíritu). Por tanto, quien se identifique con la eclíptica a través de uno de estos puntos o, mejor, a través del nodo ascendente, estará en condiciones de comprender mejor el símbolo de la Divinidad.


En rigor, hay 360 maneras de insertarse en la eclíptica, o sea, en el símbolo de la Divinidad. Por consiguiente, sólo una comunidad trascendental puede vivirlo de manera global (a otro nivel, el amor al prójimo es la exploración del campo total de la humanidad, pues sólo ésta agota el ámbito de la circunferencia).

Así, pues, un concepto de «iniciación» entendido a partir del simbolismo de la circunferencia no parece plantear dificultades.


Sí parece haberlas,en cambio, cuando tomamos el punto central, «el punto de insostenible brillo», un tema que se halla presente, por ejemplo,en el Bien de Platón, que no podemos mirar directamente y, antes todavía, en la Biblia, cuando se habla de que Moisés no podía mirar el rostro de Dios, sino sólo su espalda, o cuando Elías percibe que Dios estaba en el susurro.


Morir o quedar ciego son dos maneras de expresar lo mismo: la idea de que el ojo es el Sol del cuerpo, un Sol que no puede compararse con el verdadero Sol, del que es sólo el reflejo; o, en otros términos, la idea de que el Sol es el ente humano, un Sol que no puede compararse con el divino Sol.


En efecto, de la misma manera que resulta imposible contemplar el Sol de frente sin quedar cegado, tampoco es posible contemplar a Dios cara a cara. A cierta distancia, se puede recibir el calor y la vida del Sol sin perecer, pero no se le puede afrontar visualmente. El calor es entonces símbolo de la vida, en tanto que la luz directa lleva consigo la ceguera. Por consiguiente, uno de los mejores símbolos de la iniciación (al menos tal como se la entiende corrientemente) es » el ojo que enfrenta al Sol». Así, pues, el ojo humano sería el símbolo del hombre, y el Sol visto de frente, la iniciación. De esta forma, una realidad mundana nos sirve para comprender analógicamente la imposibilidad de eso que llamamos «iniciación».


Tan sólo las «lentes» de la fe («aunque es de noche» -dice san Juan de la Cruz) hacen viable la contemplación de Dios, de un modo similar a como se recibe otro tipo de energía solar, la calorífica, sin ser destruído, al menos cuando se mantiene uno dentro de los límites adecuados.

En cualquier caso, podemos coexistir con el Sol

siempre que nos mantengamos a cierta distancia.


A la luz de tal constatación resulta fácil comprender la necesidad de equilibrar cualquier exceso «dionisíaco», para emplear un término cómodo, por la mesura «apolínea», cualquier delirio o embriaguez inmanentista mediante la cordura que viene del reconocimiento de la divina trascendencia.


Por eso el simbolismo de Plutón (el planeta más alejado, el que,por consiguiente, señala la periferia, la «manifestación concreta» del «centro» que es el Sol) parece particularmente idóneo para describir los riesgos de la experiencia «iniciática». Y entonces se comprendería que la «iniciación», al ser cosa de Plutón, supondría la autodestrucción del «iniciando», su muerte y desaparición en la totalidad (nos viene inmediatamente a la mente el concepto freudiano de «thánatos», la «muerte»), no por identificación episódica con ella (a la manera de Neptuno), sino como desaparición ante ella o aniquilación operada por ella (claro está que semejante destrucción habría que conectarla con un Plutón en malos ángulos: nos las habríamos en tal caso con una especie de «anti-Sol», con un «Sol destructor»; «más brillante que mil soles» se dice de la explosión nuclear, con una expresióndel Ramayana recogidapor Robert Oppenheimer).


La fisión nuclear es, pues, un símbolo de la destrucción negativa de la materia, no de su transfiguración. ¿Qué representa entonces Plutón? Más allá de la identificación neptuniana con la Divinidad en un «éxtasis» que permanece un tanto exterior al sujeto, Plutón no es sino la transformación requerida en uno mismo para afrontar el diálogo con la Divinidad. Esa sería la auténtica iniciación, la que nos muestra iluminados por la luz de Dios y vivificados por sucalor, lo que nos permite ser «Dios por participación», al decir del místico de Yepes.


Por eso, Si Plutón es la «muerte», el Sol es la «resurrección». Si Plutón es la «tiniebla», el Sol es la luz sin ocaso. Así nos es otorgada la vida tras la muerte de nuestro «ego», pero no en el sentido de una destrucción del yo o del ser, sino de una transfiguración. De todos modos, si queremos llevar las cosas a sus últimas consecuencias, el simbolismo que mejor refleja la búsqueda de la «iniciación» en sentido peyorativo, todavía mejor que un mal Plutón, es un mal Sol, sobre todo en aspectos conflictivos con Neptuno y Plutón.


Y es que la crítica del concepto de «iniciación» entendida en este último sentido lleva consigo la crítica de la definición de Dios como Posibilidad Universal y no como Acto Puro y como Ser.


En efecto, el concepto de Dios como Posibilidad Universal equivale, en definitiva, al de Infinito, que se basa, por tanto, en una negación, en una no-identificación con nada. Y, a semejanza de lo que ocurre con el infinito numérico, Dios no tendría fin, como no lo tiene la serie numérica. Ahora bien, desembocamos entonces en un ente de razón, no en una realidad, pues la realidad es acto, y Dios, Acto Puro.


Por lo demás, concebir a Dios como la Posibilidad Universal no es lo mismo que hacer «teología negativa», pues ésta se refiere a la «via negationis», que niega en Dios toda imperfección que pueda contenerse en concepto mundano. Y es que la «via negationis» ha de ser completada con la «via afirmationis» y la «via eminentiae». En efecto, la teología negativa solo tiene sentido sobre la base de la afirmativa: «Inter Creatorem et creaturam non potest tanta similitudo notari quin maior sit dissimilitudo notanda».


Ahora bien, si nos preguntamos por la índole de Realidad, los esoteristas en general contestarían diciendo que es el No-Ser, que se sitúa más allá del Ser. Frente al No-Ser, cualquier realidad no es más que ser y, por consiguiente, ilusión. No tiene sentido un diálogo entre ser y No-Ser, pues, en último extremo, no hay más que No-Ser. Por eso la visión que de Dios dan las religiones es ilusoria para los esotéricos: en último extremo, no hay Redención, ni Revelación, ni Resurrección, ni Reino de Dios. Todo ello es ilusión.


¿Es posible describir astrológicamente el tránsito de la mentalidad «ingenua» al esoterismo? ¿Y del esoterismo a la fe cristiana y católica?


A la primera pregunta hay que contestar negativamente, puesto que, al final, la Posibilidad Universal se presenta como pura negación de cualquier símbolo. Si acaso, podría describirse de manera indirecta, apelando a la deformación que supone la vertiente negativa de un símbolo. En realidad, lo que ocurre es que aquella negación vive sin darse cuenta de la afirmación que todo símbolo comporta.


También habrá que responder negativamente a la segunda pregunta, puesto que no cabe descripción astrológica (como no sea indirecta, al igual que en el caso anterior) de la Posibilidad Universal.

Es curioso cómo la trascendencia del Principio tal como es entendida en el esoterismo postula un «puente» hacia ella desde la inmanencia, un puente que no es la gracia, sino la meditación y la concentración que disuelven al ente finito en el Infinito. Es decir, que la distancia excesiva o la Posibilidad Universal que caracteriza al Infinito exige el contrapeso de la «Identidad Suprema», la única forma de «compensar» aquel exceso. No es de extrañar que el «No hay más Dios que Dios» pase de implicar al hombre como «sumiso» a considerarlo como «todopoderoso»: no hay equilibrio entre el Creador y su creatura, pues el primero es demasiado celoso como para soportar a ningún ser finito en su presencia. Así, no es difícil pasar de un «¡Hágase la voluntad de Dios» a un «Yo soy la voluntad de Dios».

Por último, ¿cabe una descripción astrológica del tránsito de la mentalidad «ingenua» a la fe? Sí, en la medida en que todo símbolo tiene un contenido analógico y,al aplicarse a Dios implica afirmación, negación y eminencia. Esto en lo tocante a la «demostración» racional de la existencia de Dios o al conocimiento «natural» de Dios.


En cuanto a la fe, que implica la participación gratuita en el Ser de Dios, puede expresarse igualmente en términos de analogía, esta vez de «participación», como dicen algunos escolásticos, es decir, supuesto el don de la revelación y de la gracia por parte de Dios, se expresará mediante símbolos astrológicos convenientemente purificados, de un modo similar a como la experiencia mística se formula en un lenguaje previamente acrisolado, un lenguaje al que el «carbón encendido del Serafín» ha vuelto «incandescente».

PUNTO-SÍNTESIS Y ACCIÓN DE LA GRACIA






Llamamos»punto-síntesis» a la media aritmética de las longitudes planetarias en un tema dado. Los ángulos de los diferentes planetas con dicho punto indicarán las posibilidades de unificación de los mismos. En torno a él la red de energías que nos constituye queda centrada.

-Ahora bien, una cosa es la red y su centro, y otra el «Centro» que nos mantiene en el ser y nos eleva a la dimensión sobrenatural.

¿De qué manera lo «percibimos» desde nuestro tema, esa red centrada en el «punto-síntesis»? Es verdad que el sector IX y sus regentes y significadores (Sagitario, Júpiter y Neptuno) es el encargado de despertar nuestro intelecto a las «vibraciones» de ese «Centro».


Pero él nos trasciende infinitamente y, por tanto, aunque sea cierto que «Todo lo que se recibe, se recibe al modo del que lo recibe», no podemos olvidar otro principio: «Establecida cualquier semejanza entre el Creador y su creación, siempre habrá de establecerse una desemejanza mayor». Es decir, que Sagitario, Júpiter y Neptuno, aplicados al «Centro» rebasan infinitamente cualquier semejanza.


-No digamos nada del modo en que el «Centro» nos asimila a él y nos da su gracia. Por medio de ella viene colmada la distancia que nos separaba de él, sin que por eso dejemos de ser una «participación en la vida divina», comodiría san Juan de la Cruz.

-Y, por último, «La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona». Quiere decir que nuestra condición creatural no queda suprimida ni anulada, ni tampoco alterada en sus características básicas.


Eso sí, la gracia viene a perfeccionar la naturaleza allí donde ésta se desvía o tiende a descarriarse. Por ejemplo, la gracia no altera nuestro temperamento ni las cualidades que nos definen.

Conocer a Dios por la razón natural no es suficiente para comprender lo que es la gracia ni, por consiguiente, el «Dios por participación».


En efecto, el Dios que se revela a Abraham, Isaac y Jacob no es el de los filósofos y los sabios. Y es aquél el que nos comunica su ser a través de la gracia.

-¿Qué significa entonces el adagio «La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona»? Significa que en la deificación el ser humano, sin dejar de ser lo que es, participa del ser divino.


¿Cómo puede ocurrir eso? ¿Cómo puede ser que un ente a la vez espiritual y material participe de la Divinidad? Mediante la actualización de la «potencia obediencial» de la naturaleza humana, a saber, de su estar-abierta al orden de la gracia. Lo que equivale a decir que, desde el principio, aquélla ha sido destinada al orden sobrenatural.

-¿Podemos dar una formulación astrológica de la gracia? Puesto que nosotros no tenemos un conocimiento sobrenatural de Dios fuera de la gracia (la fe es gratuita, cabe servirse de las categorías astrológicas (como de otras categorías racionales) y afirmar que el sobrepasamiento del sector IX en la determinación de la existencia y atributos de Dios no es nada comparado con el sobrepasamiento de la razón por la fe.


Pues la razón no puede abarcar el objeto de la fe. Ahora bien, si nosotros podemos recibir la fe sin ser destruidos es porque Dios empieza por reforzar el soporte de la fe que es la razón misma. Así, la fe viene a actualizar una «potencia obediencial» de la razón.


Dios nos otorga, pues, la fuerza necesaria para realizar el acto de fe. En la estructura misma de la razón humana se encuentra no solo el horizonte de la Trascendencia, sino también el de la gracia. Por eso las posiciones astrales, cualesquiera que sean, están ya abiertas a la gracia y pueden convertirse en vehículos de la misma.

SOBRE EL SIMBOLISMO DE LOS «CIELOS PLANETARIOS»


1) La sucesión de los «cielos» planetarios hay que entenderla como una ampliación de horizonte, si la contemplamos en el sentido Tierra-Plutón, y como una reducción del mismo, si la miramos en el sentido inverso, Plutón-Tierra.

2) Es decir, que el sentido Tierra-Plutón comienza en la manifestación mínima y desemboca en la máxima, mientras que el inverso va de la máxima a la mínima.

3) En la astrología tradicional (que todavía puede ser utilizada hoy, eso sí con contenidos simbólicos menos precisos que la «nueva»), Tierra-Plutón vendría sustituido por Tierra-Saturno, en donde la manifestación máxima era atribuida a Saturno.

4) Así, pues, y volviendo a la sucesión Tierra-Plutón, este último planeta representará la integración del ser en el ámbito de la manifestación total. Más que hablar de mística en sentido estricto y cristiano, habría que hablar de un acceso al «Sí» global, a la manera de Jung o del Vedanta. Es verdad que luego podrían hacerse aplicaciones al ámbito de la mística cristiana.

5) ¿Qué representa entonces la Luna? Puesto que es «simétrica» del Sol respecto de la Tierra, figurará la individualidad inconsciente o la «infraconciencia». Y también, si se la mira como el «cielo» más próximo a la Tierra, como la individualidad más «reducida» o la individualidad mínima.

6) Por lo cual el eje de los nodos lunares representará los puntos de contacto entre la «individualidad menor» («alma») y la «mayor» («espíritu»), de manera que semejante eje simbolizará la transformación de la esfera lunar en la solar o el acceso de aquélla a ésta.

7) Ahora bien, la esfera solar es la máxima a la que puede aspirar la Tierra, ya que el Sol es una estrella y, por tanto, el «centro». El eje nodal nos otorga, pues, el acceso al «centro».

8) Se trata, en definitiva, de integrar desde el «centro» los diferentes «cielos», que constituyen las sucesivas «periferias». Y así, desde este punto de vista, Neptuno y Plutón son las «periferias» más avanzadas y globales. Pero lo decisivo es situarse más allá de los opuestos y de las tensiones de la «periferia».

9) Y si la periferia es la circunferencia trazada desde el Sol mediante un radio, habrá que servirse de ese radio para volver al origen. ¿De qué índole es el radio? Expansión/contracción como claves del Tetragrama en su dimensión He-He, que discurre entre los polos Iod y Vau, la «corta» y la «larga», el «no manifestado» y el «manifestado».

10) Ahora bien, hay que distinguir entre el «radio real», es decir, el que corresponde a la existencia terrestre ( y que no es otro que el eje nodal y el de los equinoccios) y el radio de los demás planetas o estados de la manifestación (en su caso, el nodo planetario correspondiente).


11) ¿En qué se distingue el eje ecuador-eclíptica o eje de los equinoccios y el nodal? El primero establece el contacto «cuerpo»-«espíritu»; el segundo señala el contacto «alma»-«espíritu». En los dos casos, en el plano macrocósmico. Si queremos trasladarlos al microcósmico habrá que referirlos al ASC., que es respecto del horizonte lo que la Tierra entera respecto del Ecuador. Y, evidentemente, el ASC. simbolizará el «cuerpo» del microcosmos en su contacto con el «espíritu».

12) Si establecemos el tema de la posición de la Luna para la hora natal, el ASC. lunar será la «parte de la fortuna» y jugará su papel junto con el eje nodal.

Si la Luna simboliza el «alma» más próxima a la Tierra (que es el «sujeto»), los demás planetas señalarán «niveles» cada vez más abarcantes del ser, «periferias» con centro en el Sol, que, como estrella, pertenece a otro orden. Pues la Tierra, junto con los demás planetas, no es sino una de las «periferias» en torno al «centro».

De ahí la importancia del eje de los nodos lunares, que establece el contacto entre la órbita lunar y la eclíptica. Es, por tanto, lo que eleva nuestra «alma» lunar al nivel del «espíritu» solar. No en vano se llama a nuestro planeta el mundo «sublunar», como para señalar el punto más bajo a partir del cual nos elevamos a los «cielos». Ahora bien, entrar en contacto con la eclíptica no es únicamente elevarnos al 4º «cielo», sino también y con más propiedad, asumir la perspectiva del «centro», y hacerlo desde el «alma». Pues, desde el «cuerpo» ya la asumimos mediante los nodos terrestres, que establecen el contacto ecuador/eclíptica, es decir, Tierra-Sol. Esto, en lo que respecta al «macrocosmos»; el «microcosmos» es el ámbito de las «casas» y, en particular, del ASC.

A diferencia del eje nodal, que dice relación a la «fusión» o al contacto entre el plano lunar y el solar y, por tanto, señala un lugar o un escenario, los planetas son como actores o agentes. Son otras tantas «Tierras» que, según sus distancias al Sol, simbolizan «cielos» o «esferas» más o menos amplios. Así, Mercurio y Venus, planetas «interiores», representan mundos próximos al centro, mientras que los planetas «exteriores» representarán ámbitos cada vez más alejados, «cuerpos» más densos que la Tierra y, sobre todo, más amplios, menos individualizados, progresivamente más globalizadores. Por otra parte, cuanto más se aproximen a los límites del sistema solar, tanto más se acercarán a la «manifestación» última del centro solar.

En este sentido, el Tetragrama siempre nos proporciona una guía: el «Padre» es como el «Sol»; el «Hijo» es como la Tierra (y, por extensión, cualquier otro planeta); el «Espíritu» es como el «radio» o el «movimiento» o «contacto» entre Sol y Tierra (u otro planeta).

De manera que los sucesivos planetas son como otras tantas «manifestaciones» del «Hijo», las cuales tienden a consumar la «manifestación» del «oculto».

Así, Plutón simboliza: «Muerte al mundo», «experiencia del nuevo nacimiento», «bautismo», «muerte del hombre viejo», «desposorios místicos». Comparado con Neptuno, es como lo acabado respecto de lo incipiente. Neptuno denota «éxtasis», sin que el sujeto desaparezca, pues, pasado el «éxtasis», se produce el retorno a la conciencia normal. Plutón, en cambio, supone muerte a un estado anterior y nuevo nacimiento en otro estado. Es el factor destructor y regenerador. Según su posición, así afectará a este o aquel aspecto del ser. Plutón puede actuar como destructor y regenerador en varias esferas, no necesariamente en el «yo», para lo cual ha de conectarse con el ASC.