Introducción
Supuesta la validez del esquema del camino espiritual propuesto por san Juan de la Cruz, hay que reconocer que nuestra época ha introducido nuevos elementos que requieren ser asimilados por el místico. A nuestro entender, los más relevantes provienen de dos fuentes: la filosofía, en especial la corriente fenomenológica, y el esoterismo, cuyo impacto social aumenta por momentos y que ha desarrollado una nueva conceptualidad, a la que son particularmente sensibles las jóvenes generaciones (baste con aludir al auge del movimiento de la new age). De ahí la necesidad de una formulación «actual» del camino espiritual. Es lo que tratamos de esbozar a continuación.
La pregunta por la situación del hombre en el mundo, sus causas y el modo de salir de ella ha ocupado a filósofos y hombres reflexivos de todas las épocas. Y no sólo bajo el impacto de una crisis social o política que, por lo general, lleva a acentuar lo más urgente, sino como una meditación habitual sobre las raíces de la condición humana, su singularidad misma. Si Platón describe al hombre como prisionero en una «caverna» y rodeado de oscuridad, Husserl nos hablará de la «actitud natural» como de un ámbito no fundamentado y Heidegger hará alusión a la «existencia inauténtica» como un estar perdido entre los entes y desarraigado del Ser. Consideraciones semejantes encontraremos en los gnósticos, en donde «este mundo» es concebido como un lugar de exilio, o en las diversas religiones, cuyo énfasis se pone unas veces en la «ilusión» que caracteriza a la existencia humana y cósmica, otras en su condición «caída» y, casi siempre, en la situación de ignorancia o culpa que comporta.
Según se trate de una u otra época se destacará tal o cual aspecto de la condición humana o se pondrá de manifiesto esta o aquella vertiente del existir. Pero siempre las personas que buscan la sabiduría o, al menos, son de un talante reflexivo, han contemplado la vida humana como una realidad disminuída, frustrada o, en cualquier caso, necesitada de una reorientación más o menos radical.
Se comprende la importancia y, en las actuales circunstancias, incluso la urgencia de definir con precisión el prisma bajo el que la existencia humana se muestra a la visión meditativa. Mostraremos, pues, a grandes rasgos lo que consideramos más característico de la presente situación. En primer lugar, nos enfrentamos con una época crítica, en el sentido médico y terapéutico del vocablo. Es decir, tras las enormes transformaciones a las que asistimos cabe esperar una curación o normalización del gran organismo que es la humanidad. Todo parece indicarlo: el pensamiento prospectivo más relevante de nuestra época, pero también las anticipaciones religiosas y gnósticas (ya pertenezcan al ámbito de la videncia, de la astrología o de la profecía) apuntan en esa dirección.
Hay discrepancias en torno al alcance, dimensiones y consecuencias de la crisis, hasta el punto de que algunos subrayan ante todo el carácter catastrófico de la misma, pero todos la ven como un punto de «no retorno».
Otro rasgo definitorio: el ritmo vertiginoso de los acontecimientos y, por consiguiente, el desajuste entre ser y conocer, existencia y conciencia. Los profetas y videntes que, desde un pasado más o menos remoto, se asomaron al futuro que es hoy nuestro presente muestran a la vez espanto y asombro ante hechos que hoy tendemos a considerar «normales» y no sólo por la consabida falta de perspectiva. Queda así de manifiesto la dimensión resolutiva de la crisis, que mereció tanta atención para quienes en el pasado fueron testigos más o menos fieles del «eterno presente». ¿Cómo explicar esto si no es por la terminalidad de la época, por lo que tiene de apocalíptica, es decir, de reveladora, por su condición fronteriza entre el tiempo y la eternidad? En un sentido menor, esto es válido también para quienes ven simplemente en ella el final de un «ciclo»: en ese instante, el tiempo se «inmoviliza», por decirlo de algún modo; si, como dijo Platón, el tiempo es la «imagen móvil de la eternidad», el fin de un ciclo tiende a «cerrar el círculo» y a retornar al principio. Por eso, aquéllos cuya misión es encarnar en su vida el eterno presente no sólo hallan en nuestra época terminal motivo de asombro. La existencia desnuda que en ella se manifiesta les aparece como una intensificación de la conciencia anticipadora en que se sitúan y que constituye su razón de vivir.
Conectada con lo anterior está la vertiente discriminadora de todo «fin de ciclo» o tiempo terminal. En él se totaliza el desarrollo de lo que en un principio estaba en germen y se distingue entre los aspectos positivos y los negativos, entre lo auténtico y lo inauténtico. De ahí el «extremismo» de nuestra época, la divergencia cada vez mayor entre conductas, doctrinas o individualidades que anteriormente parecían conciliables. La radicalización de las actitudes es un signo de la terminalidad de nuestro mundo, en el que se recapitula todo lo realizado a lo largo de la historia y se manifiesta lo que en el principio estaba oculto.
Por consiguiente, las descripciones de la condición humana hechas por algunos filósofos y hombres reflexivos, caso de ser adecuadas, adquieren ahora (como antes las anticipaciones de los profetas y videntes) su máxima vigencia y su alcance real. En la medida que expresan lo fundamental de la situación del hombre en el mundo, el tiempo actual (el futuro en ellas vislumbrado) las corrobora a través de un cortocircuito en el que futuro y pasado se reúnen en una conciencia que tiende a participar del eterno presente. Perspectiva desde la que la «caverna» platónica, el «exilio» gnóstico, la «caída» y demás caracterizaciones de la condición humana se manifiestan como «contiguas» de la «salida de la caverna», el «retorno al origen» o el «apocalipsis», contigüidad, pues, del principio y del fin, de la «catástrofe» primigenia y de su resolución apocalíptica.
Semejante contigüidad lleva consigo el que los aspectos menos centrales o radicales de cualquier doctrina queden en segundo término y se subraye lo esencial. Se comprende la importancia de un diagnóstico certero de la situación. Dada la carga existencial del momento, ese diagnóstico resultará más operativo que en otras fases de la historia: nuestro tiempo se convierte así en destino y culminación de todo lo anterior. Y ello le otorga una dimensión colectiva hasta ahora inédita.
Lo que está en juego es el destino de la humanidad, y cualquier planteamiento referente a la «salida» individual de la «caverna» habrá de enmarcarse en aquél. Por lo cual, la concepción que mejor entienda la realidad personal, integrando lo individual en lo colectivo será también la más eficaz en el plano del espíritu. Pero procedamos ordenadamente. Lo primero que hemos de abordar es el lugar desde donde contemplar nuestra propia situación y la del hombre en general.
«Conócete a tí mismo»
¿Cuál es ese lugar? El conocimiento integral a que alude el epígrafe no podemos obtenerlo evidentemente a partir de consideraciones empíricas, cualquiera que sea su especie. Ello implicaría aceptar sin más una serie de presupuestos cuya crítica, por lo demás, ha sido uno de los grandes logros de la fenomenología trascendental, entre otras filosofías. Habremos de empezar, pues, por una actitud cuyo único «supuesto» es la capacidad para conocer la realidad y orientarse en ella. Bien es verdad que no cabe establecer de antemano el alcance de semejante capacidad. Y, de hecho, consciente o inconscientemente, hasta las doctrinas más optimistas introducen factores de corrección en su talante básico y reconocen las dificultades que conlleva. Por tanto, las posibilidades de comprender los aspectos más profundos de la realidad son limitadas, si no en abstracto, sí en concreto, es decir, en lo que se refiere a su puesta en práctica. En cualquier caso, hay que constatar la existencia de una serie de niveles o estadios en el camino hacia el conocimiento integral.
A mi entender, las categorías psicológicas habituales son insuficientes para alcanzar ese conocimiento. En tal sentido, las críticas de Husserl al psicologismo son muy acertadas, pues ponen de manifiesto cómo la verdad no puede subordinarse a circunstancias fácticas. Cosa distinta es reconocer las dificultades con que tropieza uno en la búsqueda de la verdad, lo que hizo decir a Tomás de Aquino que, sin la revelación, la verdad sólo hubiera sido patrimonio de unos pocos, que la hubiesen alcanzado tras ímprobos esfuerzos.
Por eso cabe partir de una capacidad fundamental en orden al conocimiento de sí mismo, la cual ha sido ejercitada en todas las épocas, ya sea desde el esoterismo, ya desde la filosofía, ya desde el pensar reflexivo sin más. Ejercicio que nos ha llevado al descubrimiento de ciertas verdades que vienen a constituir lo que algunos llaman la «filosofía perenne» o «eterna».
Entre ellas podemos enumerar: la correspondencia pensar-ser o sujeto-mundo, que comporta a la vez la indisociabilidad de ambos términos; la analogía entre los distintos niveles del cosmos, así como entre el cosmos y el ámbito divino; la caracterización del hombre como microcosmos; la semejanza entre el hombre y Dios, que aparece por doquier entre los antiguos; el imperativo moral, que confirma la situación caída o enajenada del hombre y el deseo de salir de ella. La estructura del ente humano se deriva naturalmente de lo anterior. Y así se habla de él como de una síntesis de lo visible y lo invisible, de «cuerpo» y «alma» o, para más exactitud, de «cuerpo», «alma» y «espíritu», en donde el eslabón central no hace sino tender un puente entre los extremos. Comoquiera que a su vez se divida esa estructura, los elementos básicos permanecen en las distintas ramas de la tradición esotérica o en los pensadores más significativos.
Restringiéndonos al campo del esoterismo, el conocimiento de sí lleva aparejado el del universo y, a fortiori, el del ámbito divino. Así, en la alquimia, la transformación interior del operador es simultánea de la de la «materia» que maneja, hasta el punto de que las dos fases fundamentales del Opus magnum, «volatilizar lo fijo» y «fijar lo volátil» se aplican igualmente a ambos. Se trata, en definitiva, de espiritualizar el cuerpo y corporeizar el espíritu, lo cual supone el contacto entre las dos esferas a través del alma, así como la unidad, subyacente a las tres, del ente humano.
La constitución del hombre como microcosmos viene desarrollada sobre todo en la astrología. Aquí, los conceptos básicos de lo que podríamos denominar psicología trascendental son estructurados en analogía con los signos zodiacales, los planetas y las casas. Si el Zodíaco vernal representa el macrocosmos, y los signos, cada una de las partes de su «cuerpo», el Zodíaco local o sistema de las casas simbolizará el microcosmos o el hombre individual, dividido en otros tantos sectores, en correspondencia con el macrocosmos. En cuanto a los planetas, figurarán las fuerzas que actúan en cada sector, de manera que si los signos y las casas son el «escenario», los planetas serán los «personajes» (algo así como el esquema sujeto-mundo).
El primer nivel de aplicación de los símbolos astrológicos es el cuerpo y sus partes. Pero cabe referirlos asimismo al alma y al espíritu y a sus respectivas dimensiones, análogas a las del cuerpo. En cuanto a las relaciones o conexiones entre los diferentes sectores o vertientes, vienen simbolizados por los aspectos planetarios, que señalan la armonía o el conflicto entre ellos.
El análisis astrológico es, pues, un instrumento de primer orden para el conocimiento de sí mismo. Mediante el examen de los símbolos es posible describir las características concretas de tal o cual nivel del ente humano.
De este modo, la estructura ternaria espíritu-alma-cuerpo puede representarse por el sistema Sol-Luna-Tierra, referido en primer lugar al Zodíaco o macrocosmos, cuyo principio es justamente uno de los extremos del eje que pone en contacto a la eclíptica con el ecuador. En el plano microcósmico lo referiremos a las casas, con lo que hablaremos más bien del Sol, la Luna y el Ascendente. Y en cuanto a la manera concreta de proceder en la trasmutación a que aludíamos a propósito de la alquimia, utilizaremos en primer lugar los aspectos entre los tres factores, que nos indicarán el grado de armonía o conflicto existente entre ellos. En segundo término tendremos en cuenta el simbolismo del eje de los nodos lunares en su relación con el esquema de las casas, sobre todo el Ascendente(no en vano se reúnen en él las cualidades lunares y solares), como también el de los ejes de la «Luna negra» (los polos del campo anímico) y del «Sol negro» (los extremos del ámbito espiritual en su máxima amplitud). La relación entre los dos últimos ejes nos dará una idea de la condición esencial del alma y del espíritu; su conexión con el eje nodal pondrá de manifiesto el movimiento de vaivén que caracteriza a la existencia humana y la recíproca interacción entre las esferas psíquica y espiritual, las posibilidades concretas de trasmutación.
Completaremos la descripción del esquema espíritu-alma-cuerpo señalando que el eslabón intermediario es el punto de unión entre los otros dos. Si comparamos tal estructura con la del Tetragrama, el nombre divino de cuatro letras, una de las cuales(la He) se repite, constataremos la similitud. En efecto, en el nombre Iod-He-Váu-He, cuya estructura no puede ser sino circular, la He actúa de mediadora entre la Iod y la Váu, como si expresase el movimiento que va de una a otra y la síntesis de ambas. Es una manera de ilustrar la semejanza entre Dios y el hombre.
Por último, ¿cómo representar astrológicamente la unidad del ente humano? Mediante el círculo centrado, en donde la circunferencia indivisa simboliza la extensión o el ámbito del ser, y el centro, su principio adimensional. De él salen y a él retornan todos los radios y en él encuentran su unidad. A él remiten todos los símbolos,siendo como es su origen y confluencia. Y es la apertura a ese centro lo que hace posible el acceso al conocimiento integral, apertura que, más allá de toda parcialidad, nos permite «reunir lo disperso».
Pero ¿cómo acercarse al centro? Cualquier instrucción concreta que diésemos sobre el particular correría el riesgo de concebir el punto adimensional sobre la base de una relacionalidad que no posee. Evidentemente, habría que agotar primero el campo de las conexiones entre los niveles del ente humano y mostrar la imposibilidad de abandonar por este medio la esfera de la multiplicidad. No cabe «construir» la unidad por procedimientos aditivos, ya que cualesquiera sectores o partes que sumásemos son posteriores a ella y pertenecen a otro plano. Si el hombre es una multiplicidad en la unidad o una diferencia en la identidad, carece de sentido disolver un polo en el otro. Por eso no podemos decir que el hombre es un espíritu más un alma más un cuerpo: no rebasaríamos la esfera de la multiplicidad, cuando lo decisivo es la unidad a ella subyacente.
¿Habría, de todos modos, algún camino para abrirse a la unidad y comprenderla? Partamos del esquema ternario y del simbolismo que encierra. Si la dualidad es contraste, relación, el ternario se definirá como la unidad más allá del contraste. Con lo cual reúne aparece como el equilibrio entre unidad y dualidad, identidad y diferencia. Poseerá entonces un especial poder para evocar la estructura global del ente humano. Ahora bien, puesto que sus componentes son tres, ¿qué número cabe conectar con cada uno de ellos? Parece claro que el espíritu habría que vincularlo a la unidad, el cuerpo, a la dualidad y el alma, eslabón intermedio, al ternario. Con todo, el hombre uno se sitúa más allá de los tres, de manera que, comparados con él, los componentes se presentan como lo otro de la mismidad. Y la afirmación simultánea de mismidad y alteridad es justamente el equilibrio entre el ser uno del hombre y su ser trino. Lo que nos lleva a establecer analogías entre el espíritu y el centro, el cuerpo y la división, el alma y el equilibrio.
No obstante, la unidad del centro es pura simplicidad, de manera que, confrontada con el campo en que se despliega, significa algo así como el ámbito de la absolutez. Lo cual no implica el menor solipsismo, ya que dicha unidad se halla a su vez en relación con el centro de todos y cada uno de los entes humanos.
Así, pues, la unidad que distingue a cada sujeto humano es el lugar desde el que se ordena su estructura y desde donde cabe entenderla con rigor. Semejante conocimiento supone una distancia, una no identificación entre el que conoce y lo conocido, en este caso el yo en su aspecto ternario. ¿Es posible, en cambio, que tal simplicidad se conozca a sí misma? No a través de un desdoblamiento, ya que su absoluta simplicidad se lo impide;sí mediante la apertura a o el diálogo con el otro, en donde cada uno se manifiesta frente al espejo del prójimo. Y, a fortiori, el conocimiento más profundo de sí, el conocimiento por antonomasia se adquiere por la confrontación con el Otro por esencia, con el Tú divino a cuya imagen somos y que trasciende toda relacionalidad intersubjetiva.
Por consiguiente, el conocimiento de sí supone el esquema mismidad-alteridad dentro de la esfera del sujeto, el ente humano, a la vez que la apertura a la intersubjetividad y, más allá de ella, al ámbito divino:el conocimiento de sí implica, pues, el del universo y el de Dios. Desde la unidad que es el centro del ser habremos de establecer un contacto consciente y efectivo entre cuerpo y espíritu a través del alma. Así realizaremos el solve et coagula de la tradición. Ello supone la toma de conciencia de los tres niveles del ente humano:el mismo centro habrá de aparecer, por tanto, como sujeto corpóreo, anímico y espiritual, con las consiguientes diferencias de comprensión entre los tres. La conciencia pasará, por tanto, de un sometimiento a las condiciones espacio-temporales a una liberación de las mismas; y lo hará a través del puente natural entre los dos ámbitos, que asume la tensión o el conflicto entre cuerpo y espíritu. Lo que en un principio se manifiesta como yo material o corpóreo se transformará después en yo psíquico, para alcanzar finalmente la esfera espiritual. Es lo que astrológicamente se expresa mediante el simbolismo del Ascendente, la Luna y el Sol, en donde la dificultad máxima reside en el tránsito de la conciencia lunar o psíquica a la solar o espiritual, tránsito que representábamos anteriormente por el eje de los nodos lunares o eje del «Dragón».
Al nivel del cuerpo, el centro del ser aparece como casi inconsciente de sí, absorbido como está en el ámbito espacio-temporal. En el plano del espíritu, la unidad que es el centro se muestra particularmente activa y consciente de sí: estamos más allá de los condicionamientos espacio-temporales. Es la psique, que actúa de mediadora la que asiste al»intercambio» entre ambas esferas. Ahora bien, semejante contacto es tarea ardua y supone a su vez el reconocimiento de los propios límites y el abismo entre la situación fáctica y el ideal: no se trata únicamente de la distancia entre espíritu y cuerpo, sino también entre el ideal de cada uno de ellos y la situación real. Por eso el conocimiento a que nos referimos no es sino el paso previo a una transformación efectiva del ser, la cual es inseparable de una actitud moral y no sólo teorética.
¿Es posible hallar en el simbolismo astrológico pautas que nos sirvan de guía en el terreno de la moral? La respuesta no puede ser sino afirmativa:un análisis de la fuerza o debilidad de los planetas, así como de los ángulos existentes entre ellos puede proporcionarnos abundante información sobre los conflictos, contradicciones o, simplemente, contrastes que dominan en la estructura básica y que constituyen un obstáculo para realizar el proyecto moral. Pero el problema es más profundo:la situación actual de la humanidad se define por una división interior que se traduce en un desajuste entre saber y ser, querer y poder, imaginar y actuar.